sábado, 13 de febrero de 2021

El rugido de la tormenta

    Las nubes amenazaban tormenta, las calles estaban encharcadas y los transeúntes corrían hacia las cornisas y los balcones para protegerse de la lluvia. Era un frío día de otoño, misterioso y lúgubre, incluso melancólico. Los viandantes parecían desdoblarse, dando forma a las siluetas de un pasado que tan solo Luis podía recordar.

    El joven —al menos en apariencia— cansado de no reunir el valor suficiente para afrontar cualquier situación que no fuera ver pasar la vida desde el abismo que separaba su ventana del húmedo suelo de Madrid, decidió por fin que aquel era el día. Desoyendo al miedo, que le gritaba que no debía salir del pequeño piso y que lo había mantenido durante semanas recluido, tomó la puerta con rabia y decisión. No sería fácil. Hacía demasiado tiempo que palabra amenaza se había convertido, irónicamente, en su zona de confort.

    Luis pisaba el suelo con fuerza. La ira que lo acompañaba aquella noche no solo era seductora, sino que le hacía sentir indestructible, como un súper héroe de acero. Llevaba meses planeando cómo saciar su sed de venganza a conciencia y aquel día parecía perfecto. El cielo le acompañaba, con sus rugidos enfurecidos.

    Era la hora.

    La hora de acabar con todo lo que atormentaba, aunque perdiera la vida. Vivo o muerto, volvería a ser libre. Por fin podría desligarse de aquel bucle eterno que se le había impuesto. Si su destino era arder en el infierno, lo aceptaría con gusto.

    Mientras bajaba los peldaños de las escaleras de dos en dos, se enjugó unas lágrimas, que habían brotado en sus ojos más por rabia que por tristeza, con la manga de su camisa. Sabía que, a partir de aquel instante, ya nada volvería a ser lo mismo. Le había dado la vuelta a su reloj de arena, decidido a salir de ese pozo oscuro en que había permanecido durante demasiado tiempo. Con una fuerza impropia del personaje que él mismo había creado como disfraz, propinó un soberbio empujón al portal y salió a la calle. La lluvia lo recibió con una ligera caricia húmeda, una sensación agradable. En su corazón tampoco dejaba de llover y agradeció sentir algo más que vergüenza y miedo, algo que alejara sus amargos pensamientos de aquellos ojos verdes inconfundibles que jamás se cruzarían con los suyos, porque él se había marchado para no volver.

    La ciudad tardó pocas horas en irse a dormir. Para entonces, el aguacero se había transformado en una ligera llovizna y una nueva tormenta amenazaba con descargar sobre la ciudad en pocos minutos. La interminable avenida nocturna por la que caminaba era toda suya en el momento en el que las luces de los faroles comenzaron a titilar. Un silencio mortuorio y un frío paralizante le envolvían mientras las sombras serpenteaban, viscosas, sobre las paredes de ladrillo y piedra. Alguien —o algo— parecía observar cada uno de sus movimientos. Tal vez, lo que Luis había ido a buscar le había encontrado a él antes y, aunque se había preparado mentalmente para aquel momento, temió durante algunos segundos que un cruel destino lo engullera con sus despiadas fauces y un escalofrío le recorrió la espalda de arriba abajo. Allí, lejos de su refugio, ya no se sentía tan invulnerable. Se imaginaba a sí mismo ante su enemigo, dudando, decidiendo en milésimas de segundo si atacarle de frente o salir huyendo de nuevo. Con sus dedos, palpaba la pequeña arma de plata que llevaba en el interior del bolsillo. Antes, creyó que sería suficiente, pero ya no estaba tan convencido. Debería de haber llevado su espada, aunque la policía lo detuviera por ser un loco con un arma que paseaba por las calles de Madrid.

    Luis siguió caminando durante algunos minutos más, tratando de mantener un ritmo constante y no desvelar a su posible enemigo que estaba tan aterrado como decidido. Sin embargo, dio un respingo a escuchar cómo una de las tapaderas de los cubos de basura se cerraba de golpe cuando un gato pardo saltó al suelo, a algunos metros de donde se encontraba. Había comenzado a sudar de terror y todo su cuerpo se había tensado. ¿A quién quería engañar? Ni viviendo mil vidas conseguiría tener el valor suficiente.

    Fue entonces, en el momento de mayor debilidad, cuando la risa de su enemigo se oyó a sus espaldas y sus peores temores se confirmaron. El cazador había sido cazado. 

    Luis giró a toda velocidad sobre sus talones para encontrarse tan solo a un palmo de distancia a aquella figura de silueta humana vestida con una larga túnica blanca que lo último que albergaba en su interior era humanidad. Su mano sombría, más parecida a una garra, se cerró sobre su cuello y lo levantó del suelo. Él pataleó y trató de liberarse en vano.

    —Por fin te tengo.

    Los ojos grises de la sombra se clavaron en los de Luis, aunque miraban mucho más allá, en algún rincón del alma del joven, donde se agazapaban los recuerdos amargos de una vida anterior, una vida que aquel ser etéreo se había encargado a arruinar. El corazón del joven latía desbocado y la cabeza le daba mil vueltas, embotada por el miedo y el dolor de sus peores momentos.

    Luis cada vez se sentía más cansado. Sus piernas se detuvieron y él dejó de luchar. El sonido de la nueva tormenta pareció un quejido lastimero, un reproche. La batalla había terminado incluso antes de comenzar. 

    —¿Cuánto tiempo pensabas que podrías escapar de tu castigo?

    La garra se cerró con más fuerza sobre su cuello y Luis dejó escapar un grito ahogado. No tardó mucho tiempo dejar de oír la lluvia y los truenos. Incluso el calor de su cuerpo le abandonó.

    Fue durante su inconsciencia, cuando tuvo el primer momento placentero de su nueva vida. Pudo volver a casa y recorrer sus sinuosos pasillos en compañía de sus hermanas, sus padres aún no le habían retirado la palabra y la presencia de su maestro era tan reconfortante como lo había sido cuando estaba vivo. Sin embargo, no dejaba de escuchar una voz acolchada de fondo, una voz que le llamaba una y otra vez por un nombre que casi había olvidado.

    Un golpe seco y repentino en el pecho le robó el aliento y solo entonces abrió los ojos a la vez que tomaba una amplia bocanada de aire para no morir asfixiado.

    —Levántate de una maldita vez y vámonos —dijo la misma voz que lo había estado llamando, sin ninguna consideración.

    Él, perplejo, se incorporó en el suelo del pequeño sótano en el que se encontraba. Le dolía la cabeza y le quemaba el pecho, pero no se atrevió a desobedecer. A pesar de que le zumbaban los oídos, había reconocido la voz del hombre que estaba allí con él y que se negaba a mirarle. Zackary había regresado, aunque le había jurado que jamás volvería a dirigirle la palabra después de que Luis le confesara que ardía en deseos de estar junto a él para siempre.

    —¿En qué estabas pensando? —exclamó, mientras subían los escalones hacia lo que parecía la planta superior de aquella destartalada casa—. ¡Enfrentarte tú solo al sacerdote!

    —Nadie más iba a venir a ayudarme y estaba harto de no poder salir de casa.

    —Sigues sonando como un crío, Delwer. Da igual las vidas que pasen.

    —Ahora me llamo Luis.

    El otro se encogió de hombros.

    —Lo que tú digas. Ya no tengo más remedio que encargarme yo mismo de esa maldita sombra. Me ha reconocido. ¡Para una vez que puedo estudiar en la universidad vienes tú y lo arruinas! Debería haber dejado que te estrangulara.

    Luis esbozó una ligera sonrisa, pero no dijo nada más. Se alegraba de que Zackary le hubiera salvado. Quizás, el que en otra vida había sido su mejor amigo, jamás correspondería sus sentimientos, pero al menos volvían a estar juntos en su particular caza de brujas.