Vuelvo a casa. Cansada. Muy cansada.
El tiempo no perdona. Los años pasan y yo no soy la misma de siempre. Lo sé. Lo notan mis piernas, mis brazos y mi espalda. Mis ojos, que han visto tantas cosas. Demasiadas como para ser recordadas con la precisión de las crónicas que escribía tiempo atrás. Mis manos y mi rostro ya comienzan a tener arrugas. Las manchas me delatan. Las bolsas en mis ojos gritan desde el espejo que ya no soy tan joven.
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Llego a casa cansada. Aún con la pistola en la mano. Aún caliente. El rimel y el pintalabios trazan líneas difusas sobre mi rostro. Remarcan las lágrimas y también los besos arrancados. Las gotas rojizas, tímidas, como pequeños lunares difusos.
Arrojo la camisa a un lado, cubierta de tinta carmesí. No quiero volver a saber nada de ella. Quizá la eche a lavar. Tal vez quiera que se pierda para siempre en el vertedero. O la haga pedazos con las tijeras. Lo primero es limpiarme a mí misma. Mis manos, mi rostro y mi cuello. Todo mi cuerpo.
El agua elimina un color tan terrorífico. Lo arrastra hasta que desaparece en una espiral por el sumidero del inmaculado plato de ducha. Sin embargo, el olor a herrumbre ha quedado grabado en mi mente. Quizá para siempre.
Me dirijo a la cocina, aún con la piel húmeda y el cabello empapado. Tengo cosas más importantes que hacer que mirar la pistola y la camisa. Con pasos lentos y movimientos prácticamente automáticos pongo al fuego un poco de agua y me preparo una infusión relajante. La misma que uso en las noches más amargas. En las noches más largas. En las más dolorosas. En la ansiedad y en las ganas de abandonarlo todo. En las noches que pienso en poner punto y final. En las que nunca me atrevo a ir más allá.
Sin prisa me siento con las piernas cruzadas sobre la silla de la cocina. Hace frío fuera. El cristal está empañado. Con cuidado, tomo la taza con las dos manos. Están heladas.
Manos frías, corazón caliente. O eso me dicen siempre. Aunque yo siento el corazón helado desde hace años. Hace años que vivo en este infierno. Hace años que me siento vacía. Sola. Muerta.
Tan solo una bala. Un tiro a quemarropa. Mi jaula de nudillos y hueso tendida sobre un río de sangre. Mi libertad. Tan cerca y a la vez tan lejos. Separada de mí por la línea de la moral que me atenaza tan fuerte desde siempre.
La condena y el encierro. Tal vez mi nueva vida. La vida del fugitivo. Entregarme o no. Aún tengo que pensarlo. De cualquier manera es mejor que mi vida anterior. La vida de la sumisión y el miedo. La vida del esclavo. La vida de mi madre. La vida de mi abuela. De todas las mujeres de mi familia.
Siempre lo tuve muy claro. Yo no aguantaría tanto. No iba a aguantar que me apuntaras con la pistola que ahora descansa sobre la mesa del salón y me amenazaras una vez más.
Eras tú o era yo.
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