Era incapaz de recordar. No recordaba cómo había llegado hasta aquella oquedad de paredes húmedas cubiertas de musgo. No recordaba el camino que me había llevado hasta allí desde mi pequeña aldea situada en el límite del bosque. Tan solo recordaba que, cuando el sol estaba en lo más alto, estaba en casa, remendando y, tras un parpadeo, me encontraba en aquel lugar frío y solitario por cuya entrada se colaba la luz tenue del anochecer. Estaba arrodillada en un suelo cubierto de ramas y hojas secas, sentada sobre mis propias piernas, con la espalda muy recta y los puños cerrados sobre los muslos. Podía oler las flores secas que colgaban en pequeños ramilletes del techo compuesto por vigas de madera oscura y veteada que se incrustaban en la piedra gris. A mi derecha, ardía un pequeño fuego, insuficiente para vencer al frío del lugar, que llegaba hasta los huesos y los mordía como un perro hambriento. Mi vestimenta, tampoco me ayudaba a entrar en calor. Iba vestida con un camisón corto con tirantes finos, de seda blanca e inmaculada. Una prenda que no era mía y que tampoco sabía de dónde había salido. Me miré los dedos, en uno de ellos llevaba una alianza de plata labrada.
—Curiosos los grilletes del amor.
Levanté la vista. Aquella voz profunda y calmada me había sobresaltado. El corazón me latía con fuerza en el pecho. Hasta entonces, había estado sola en la cueva, en un periodo de reflexión tranquilo e inconsciente, pues ni siquiera sabía exactamente sobre qué había estado pensando.
—¿Quién eres? —pregunté.
Frente a mí, tenía a una mujer de mi edad, delgada y alta, arrodillada como yo sobre las ramas y las hojas. Su cabello oscuro cubría ligeramente su rostro pálido y alargado. Sus ojos negros me traspasaban, como si vieran más allá de mí, más allá de lo que hubiera en la cueva o en el bosque.
—Sabes quién soy —contestó ella, ladeando ligeramente la cabeza. El cabello le cayó sobre los hombros, cubiertos por un camisón negro, y un largo collar de metal y hueso—. Ya has venido antes a verme. ¿No lo recuerdas?
—No —dije. Esperaba ver en su rostro alguna mueca de decepción, pero siguió inmutable, como una estatua—. ¿Debería?
Ella volvió a negar con la cabeza y estiro sus brazos hacía mí. Sus manos, parecidas a garras oscuras parcialmente quemadas, estaban cubiertas por la cera de una vela a medio consumir. Ella también llevaba una alianza, en el dedo pulgar de su mano derecha. Yo no supe muy bien cómo reaccionar, así que permanecí estática, mientras ella acercaba más y más el pequeño objeto a mí. La llama era cálida y acogedora e inmediatamente me hizo dejar de temblar de frío, aunque no de miedo. Estaba aterrada, no por el lugar en el que me encontraba, no por la persona mística y desconocida, aunque no extraña, que tenía ante mí, sino por algo que aún no llegaba a comprender o que no recordaba, pero que me atenazaba el alma.
—Cógela.
Obedecí inmediatamente. En mis manos temblorosas, la llama se agitaba, inquieta. El nudo de mi garganta casi me impedía respirar. Estaba a punto de echarme a llorar mientras observaba la danza desenfrenada de la pequeña lengua de fuego, como si en lugar de la vela, fuera yo quien estuviera a punto de apagarse y de extinguirse con un pequeño soplo de aire, con el más mínimo movimiento brusco.
La mujer se puso entonces en pie. Sus pies descalzos, que estaban ennegrecidos al igual que sus manos, dieron algunos pasos hasta a mí. Ella se deslizó hasta el suelo delicadamente y cubrió con sus manos la llama, arropándola y protegiéndola del aire que llegaba desde el bosque y el frío de la oquedad. Sus dedos ya no se quemaban, sino que formaban pequeño refugio oscuro. De pronto, sin saber por qué, dejé de tener miedo y de temblar. El fuego llegó a calentar toda la estancia y las ramas y las hojas secas se volvieron musgo suave y mullido.
—No permitas que se extinga tu llama.
Ella se inclinó ligeramente hacia mí para darme un beso tierno en la frente, a modo de despedida. Nuestro tiempo juntas había concluido.
···
—¡Beatrice! ¡Beatrice! ¡¿Cómo es posible que puedas dormir en un momento como este?!
Mi tía me zarandeó del brazo sin ninguna consideración. Me había dormido mientras remendaba y mientras esperaba a que Héctor viniera a verme. Debía tener un aspecto horrible. Mi tía me ordenó subir a la planta de arriba a asearme y peinarme lo antes posible y así lo hice. Ya no quedaba ni rastro del camisón de seda, de la alianza o de la vela. Todo había sido un sueño extraño y demasiado real. pero había sido solo eso, un sueño. Me arrastré hasta la planta de abajo, ligeramente desorientada y volví a sentarme sobre la silla. Atónita, descubrí que sobre mi mesa ardía una vela blanca. Mi tía me explicó que Marie, nuestra sirvienta, una chica de mi edad de tiernos ojos color miel, cabello dorado y piel pálida y suave, la había dejado allí para que me diera suerte e iluminara mi camino.
—Pareciera que has visto un fantasma —apuntó mi tía, al ver que yo no era capaz de articular palabra.
—Tal vez así sea... —murmuré.
Héctor llegó poco después, perfectamente vestido y perfumado, con el bigote alisado y un gran ramo de flores en las manos. Había vuelto tras un par de semanas, unas semanas que me había concedido para reflexionar sobre su deseo. Esta vez, sería una propuesta formal. El joven depositó sobre mi mano una alianza similar a la de mi sueño y se arrodilló. Sus ojos brillaban de emoción, parecía sincero y tenía mucho dinero. Tal vez fuera el hombre perfecto. Quizá, como en los cuentos de hadas, me amara de verdad y nuestro destino fuera ser felices juntos. Sin embargo, inconscientemente, miré hacia un lado. La vela ardía sobre la mesa, inquieta. La llama tintineaba al ritmo de los latidos de mi corazón. Hacia el otro lado estaba la puerta del servicio. Marie nos observaba por la puerta entreabierta. También temblaba. Si dejaba que se extinguiera mi llama, también se extinguiría la llama de Marie, de mi querida Marie. Y entonces moriríamos las dos.
—Lo siento. No puedo casarme con usted.
Le devolví la alianza a su dueño y salí de la habitación a toda prisa por la puerta del servicio, arrastrando conmigo a Marie. Ni en su dedo ni en el mío había alianzas. No la necesitábamos. Nuestro amor tenía prejuicios, pero no grilletes y jamás los tendría. Me negaba a formar parte de un matrimonio infeliz mientras amaba en secreto a otra persona, mientras me escondía por miedo y dejaba que poco a poco el fuego que ardía en mi se apagara. Entramos atropelladamente en mi habitación y cerré la puerta con un golpe. Entonces, me volví hacia Marie, la tomé por las mejillas y besé sus labios por primera vez, sin que ella lo aprobara, sin esperar su consentimiento. No pareció importarle. Todo había sido culpa suya. Había colocado una vela para que iluminara mi camino y mi camino llegaba hasta ella.
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