Esta mañana encontré una carta que casi había olvidado.
Estaba oculta en el fondo del cajón repleto de trastos, agazapada entre objetos sin valor aparente pero que he ido atesorando con los años. Tal vez se trata de basura para algunos, pero, desde mi perspectiva, ni todo el oro del mundo podría comprar lo que me hacen sentir cada vez que los veo o el momento que evocan. Supongo que serán cosas de anciana.
En fin, volvamos al pedacito de papel que consiguió que mi corazón volviera a sentirse joven.
En realidad no tiene nada de especial. Es un sobre de color burdeos arrugado a causa de la humedad. La inundación de mi antigua residencia se llevó el nombre y la dirección del remitente dejando en su lugar poco más que una virgulilla, pero por suerte el contenido aún es legible. Sé que me la envió un tal Víctor, o Vicente... Sinceramente, a estas alturas, después de más de cuarenta años poco me importa. Jamás estuve enamorada de él, pero creo que pasé un otoño de lo más agradable.
Ese hombre enclenque había ido a vivir un par de meses en la casa de mi abuela, situada muy cerca de un terreno aluvial por el que me gustaba pasear todas las tardes. Víctor, o Vicente, era veterinario y nuestros caballos tenían serios problemas de salud, así que lo contrataron de manera temporal. Aún recuerdo cuando le curó el corvejón a mi pequeña Niebla o cuando trató la herida de nuestro perro después de quedar atrapado en una trampa. Me parece que era un hombre sin un solo ápice de maldad. De hecho, también creo que vino a recogerme en algún momento con un paraguas y mucha paciencia. Siempre he sido muy descuidada, así que no me extrañaría haber salido sin él en alguna que otra ocasión aunque el cielo amenazara tormenta. En mi mente aún oigo a mi madre decir: "Esperanza, te has olvidado la bolsa del colegio. Si no fuera porque tienes la cabeza pegada a los hombros, también te la dejarías". Sonrió al recordar a mi madre y también al reconocer que siempre he sido un desastre.
Bueno, no quiero andarme por las ramas. Aquí está la carta y el recuerdo de un hombre sin rostro.
Hay una cosa que no tengo muy clara y es por qué lo rechacé o si lo hice con algún tipo de crueldad. La memoria que tenga de mí debe de ser algo amarga en su mente si no se ha puesto nunca en contacto conmigo. Aunque tal vez sí que lo haya hecho y yo no sea capaz de rememorarlo.
No, no es por pereza. Nunca he sido una mujer perezosa. Desde hace años, mis pensamientos y mis recuerdos son poco más que una cacofonía que zumba sin control por mi mente. Un ente etéreo, casi inexistente. Apenas recuerdo que he hecho por la mañana cuando llega la noche y, a veces, el reflejo del espejo no se corresponde con la visión que tengo de mí misma, mucho más joven y activa.
Sé que estoy enferma, pero intento tomármelo con humor. Trato de no darle importancia a algo que sé que acabará conmigo o, al menos, con la persona que siempre he sido. Ya hay veces que no me reconozco y, admito, que me da miedo.
Me da miedo el olvido, pero sé que no tardará en llegar.
Y cuando llegue, no estaré preparada.
Nadie está preparado para desaparecer.
Nadie está preparado para dejar de ser.