miércoles, 21 de junio de 2023

Tiempo

A veces me da por pensar en la diferencia entre el cielo y el infierno.

A veces, repaso aquellas clases de religión de colegio, tan básicas, tan reduccionistas, con las que alguien curioso como yo no se quedaba satisfecho. Recuerdo mis porqués, respondidos con escuetos "por que sí" o "porque Dios así lo quiere". Recuerdo haber tomado la decisión de que Dios era un marimandón redomado que no me caía especialmente bien. Recuerdo haber preferido siempre el lado más amargo de la historia, en el que, al menos, el preso recibía una explicación de su condena; unos motivos de por qué estaba donde estaba. "Has robado", "has matado", "has herido".

A veces, salgo al balcón un día de lluvia como hoy y me da por pensar en el por qué de todo. En lo típico del porqué a las personas buenas le pasan cosas malas. En esa estupidez del "Dios aprieta pero no ahoga", que se traduce en un sufrimiento continuo del que no se puede escapar y por el que hay que dar gracias.

¿Acaso hay diferencia entre el cielo, el infierno y el mundo mortal? ¿Acaso existe algo más allá?

Cierro el balcón y suspiro. Ana me está mirando como si fuera un lunático. Estoy empapado de pies a cabeza y le sonrío con socarronería, extendiendo los brazos y encogiéndome de hombros. Algún día entenderá que comparte piso con el hombre más excéntrico del mundo y también con el más infeliz. Con ese que no deja de darle vueltas a sus pensamientos, retorciéndolos y dándoles una forma enrevesada.

—Pasa y sécate —me dice—. Voy a hacer café. Sólo largo, ¿verdad?

Ni siquiera hace falta que conteste. Ella ya se está marchando hacia la cocina con una sonrisa cómplice. Creo que empieza a comprender mi temperamento a pesar de que solo nos conocemos desde hace unos meses, así que obedezco mientras intento alejar los pensamientos sobre justicia celestial.

—Arturo —me llama desde la cocina—, recuerda que sólo es martes. Date un respiro. La semana es muy larga.

—No pienso en lo que piensas que estoy pensando —le digo—. Tengo mil cosas más en la cabeza.

No recibo respuesta y, mientras me seco el cabello, mi mente vuela a ese preciso momento, ese que quiero alejar de mí a toda costa. Cierro los ojos con fuerza y las imágenes vuelven. Los sonidos, las voces, se reproducen distorsionados, como si salieran de un gramófono con la aguja rota.

—Arturo, date tiempo.

Abro los ojos. Ana está delante de mí con mi café.

Tomo la taza humeante con las manos.

Me agarra del hombro con suavidad y lo aprieta.

Le sonrío.

—Ana, tiempo es lo único que no tengo.

jueves, 29 de diciembre de 2022

Recuerdos

Esta mañana encontré una carta que casi había olvidado. 

Estaba oculta en el fondo del cajón repleto de trastos, agazapada entre objetos sin valor aparente pero que he ido atesorando con los años. Tal vez se trata de basura para algunos, pero, desde mi perspectiva, ni todo el oro del mundo podría comprar lo que me hacen sentir cada vez que los veo o el momento que evocan. Supongo que serán cosas de anciana. 

En fin, volvamos al pedacito de papel que consiguió que mi corazón volviera a sentirse joven. 

En realidad no tiene nada de especial. Es un sobre de color burdeos arrugado a causa de la humedad. La inundación de mi antigua residencia se llevó el nombre y la dirección del remitente dejando en su lugar poco más que una virgulilla, pero por suerte el contenido aún es legible. Sé que me la envió un tal Víctor, o Vicente... Sinceramente, a estas alturas, después de más de cuarenta años poco me importa. Jamás estuve enamorada de él, pero creo que pasé un otoño de lo más agradable. 

Ese hombre enclenque había ido a vivir un par de meses en la casa de mi abuela, situada muy cerca de un terreno aluvial por el que me gustaba pasear todas las tardes. Víctor, o Vicente, era veterinario y nuestros caballos tenían serios problemas de salud, así que lo contrataron de manera temporal. Aún recuerdo cuando le curó el corvejón a mi pequeña Niebla o cuando trató la herida de nuestro perro después de quedar atrapado en una trampa. Me parece que era un hombre sin un solo ápice de maldad. De hecho, también creo que vino a recogerme en algún momento con un paraguas y mucha paciencia. Siempre he sido muy descuidada, así que no me extrañaría haber salido sin él en alguna que otra ocasión aunque el cielo amenazara tormenta. En mi mente aún oigo a mi madre decir: "Esperanza, te has olvidado la bolsa del colegio. Si no fuera porque tienes la cabeza pegada a los hombros, también te la dejarías". Sonrió al recordar a mi madre y también al reconocer que siempre he sido un desastre. 

Bueno, no quiero andarme por las ramas. Aquí está la carta y el recuerdo de un hombre sin rostro. 

Hay una cosa que no tengo muy clara y es por qué lo rechacé o si lo hice con algún tipo de crueldad. La  memoria que tenga de mí debe de ser algo amarga en su mente si no se ha puesto nunca en contacto conmigo. Aunque tal vez sí que lo haya hecho y yo no sea capaz de rememorarlo. 

No, no es por pereza. Nunca he sido una mujer perezosa. Desde hace años, mis pensamientos y mis recuerdos son poco más que una cacofonía que zumba sin control por mi mente. Un ente etéreo, casi inexistente. Apenas recuerdo que he hecho por la mañana cuando llega la noche y, a veces, el reflejo del espejo no se corresponde con la visión que tengo de mí misma, mucho más joven y activa. 

Sé que estoy enferma, pero intento tomármelo con humor. Trato de no darle importancia a algo que sé que acabará conmigo o, al menos, con la persona que siempre he sido. Ya hay veces que no me reconozco y, admito, que me da miedo. 

Me da miedo el olvido, pero sé que no tardará en llegar. 

Y cuando llegue, no estaré preparada. 

Nadie está preparado para desaparecer. 

Nadie está preparado para dejar de ser. 

miércoles, 16 de junio de 2021

Poesía

Alex miraba el papel envejecido con el ceño fruncido mientras se mordía el labio inferior y tamborileaba en la libreta con el bolígrafo que le había prestado. Estaba claro que la poesía no era lo suyo, aunque tampoco era lo mío. Sin duda, se hacía falta mucho corazón para plasmar en unos sentimientos que ambos, después de nuestras rupturas, teníamos dormidos y, tal vez, petrificados en lo más profundo de nuestra alma.

—¿Qué rima como Apócrifo?

—¿Hipogrifo?

Él levanto las cejas, algo molesto. Hacía horas que no me tomaba su nueva actividad en serio. Ya no podía más. Llevábamos demasiado tiempo sentados en aquel apartado banco de la montaña y hacía demasiado frío como para pensar en unos estúpidos poemas que nadie más que yo iba a leer.

—Podrías fingir que te importa lo que hago. Eres mi amigo, se supone que deberías apoyarme.

—Te apoyo en que dejes de escribir. Eres un poeta horroroso. 

Él sonrió y yo aparté la vista. No había manera de hacerle desistir.

—Qué Adulador, Max.

—Ya sabes que yo siempre te digo la verdad, o como poco una verdad a medias.

—Lo que viene a ser una mentira a medias —Alex mordió ligeramente el capuchón del bolígrafo y volvió a su tarea—. ¿Si uso la palabra otrora sonará anticuado? Es que no es algo que se use muy a menudo… aunque tal vez en la poesía…

Yo me recosté sobre el banco y bostecé. El sol estaba a punto de ocultarse tras las montañas y la luna pronto brillaría en lo más alto del cielo. Por suerte, estaba llena y podríamos volver al camino principal sin problemas, aunque por aquella zona no hubiera farolas ni hubiéramos traído linternas.

—Oye, Max —Alex me hizo volver la cabeza. Sonreía como un bobo y me analizaba con sus grandes ojos negros y, como siempre, me hizo enrojecer de la vergüenza. Su mirada era demasiado viva, demasiado intensa—. ¿Cómo se llama el olor flota en el ambiente cuando llueve?

—¿Fosfina?

Alex negó con la cabeza, algo decepcionado. Yo solía ser muy rápido acertando las definiciones que me pedía y pocas veces fallaba. Sin embargo, aquella vez lo había hecho y él era demasiado perfeccionista. Sabía que me había restado un punto en su ranking particular.

—No, ese es el compuesto químico. Prueba otra vez.

Yo me rasqué la cabeza como si aquel gesto me ayudara a pensar.

—¿Petridor? ¿Petricor? ¿De qué te ríes? ¿Es eso o no?

Mi amigo se cubrió los labios con la palma de la mano mientras asentía y yo gruñí por lo bajo. Odiaba que se rieran de mí, pero con Alex no podía enfadarme. Habíamos compartido demasiadas miserias como para no ser permisivo. Él lo era conmigo.

—¿Sabes que Marta ha empezado a salir con Salva?

—Ese rima con fantasma.

—Bueno sí, es un buitre, pero a ella le gusta y yo ya no puedo hacer nada por recuperarla… ¿Por qué la vida es tan injusta, Max?

Yo me encogí de hombros. Tal vez los sentimientos de Alex no estaban tan dormidos como yo creía. Desde luego, aunque mi amigo aparentaba encontrarse alegre y cuerdo, el abandono de su pareja y su madre al mismo tiempo debía de haber causado un efecto terrible en su ánimo, una sinergia devastadora que solo podría tenerlo sumido en el peor de las desesperaciones.

—¿Qué puede encajar con topacio?

Parpadee repetidamente, aquella pregunta me sacó de golpe de mis ensoñaciones para recordar que no había contestado a su pregunta, sino que me había quedado pensando, embobado como un imbécil.

—Tal vez despacio.

—Corona de topacio…

—¿El rey de cristal camina despacio?

Él sacudió la cabeza. Había perdido otro punto. Quizás pronto no sería merecedor de su amistad y comenzara considerarme insuficientemente inteligente como para compartir su tiempo conmigo. Yo creía que Alex era demasiado interesante y perspicaz como para desperdiciar un solo minuto con una persona mediocre. No entendía por qué no se había cansado ya de mí. 

—Y yo soy el mal poeta.

—Nunca dije que se me diera bien.

Él se mordió la uña del dedo pulgar. No me había escuchado. Seguía absorto en su trabajo, en lo que él quería que fuera una obra maestra, aunque esta se quedara para siempre guardada en un cajón, o solo fuera rescatada para colocarla bajo la pata de una mesa coja con el fin de guardar su equilibrio.

—Creo que me gusta más villano… —concluyó, mientras apuntaba la palabra.

Nuestra conversación acabó pronto. Nos dolían las orejas y la nariz a causa de la baja temperatura y ya no quedaba ni un rayo de sol que nos calentara. Alex me pasó la libreta para que la colocara en mi mochila y ambos emprendimos el camino de vuelta a casa. Su hogar, estaba a pocos pasos del mío, pero aún así le pedí que se quedara a dormir. A él nunca lo esperaba nadie y a mí me habían abandonado un par de días a mi suerte. "Vacaciones a solas para avivar la chispa del amor" lo llamaban mis padres. A mí me parecía más bien una excusa para olvidarse de su mediocre hijo una temporada.

Alex aceptó. Entró en casa y cenamos juntos. Aquella noche, descubrí que tal vez no había estado tan enamorado de mi anterior pareja como pensaba o que, al menos, su recuerdo ya no me dolía tanto como para no encontrar un nuevo amor. Mi amigo, después de un par de cervezas y una pizza algo cruda a causa de un microondas que no funcionaba bien, se quedó dormido sobre mi hombro. Yo aparté su cabello rubio con cuidado y me sonrojé. Sentía el contacto del suave tejido de su piel sobre mi brazo. El estómago comenzó a arderme y se me secó la boca. Parecía un ángel… y estaba tan triste.

Suspiré. Por un momento me armé de valor y tomé una decisión a pesar de que sabía que mis sentimientos, que antes creía endurecidos, jamás serían correspondidos. No dejaría que se burlaran de Alex, no permitiría que Salva o cualquier otro desgraciado de nuestro instituto o de cualquier otro lugar se riera de él. Yo sería la espada y el escudo de Alex, yo sería quien lucharía por él y lo protegería a toda costa y me aseguraría de que, si ese era su deseo, se convirtiera en el mejor de los poetas.

lunes, 24 de mayo de 2021

Amor etéreo

¿Estoy enamorada? ¿Me enamoré? Eso es lo que todos dicen. Tal vez debería admitir que tienen razón, hacerme a la idea, por muy doloroso y aterrador que sea, de que estoy perdidamente enamorada de un espejismo, de un fantasma, de una ilusión que tan solo habita en mi cabeza, de una fantasía imposible.

Me levanto de la cama. Hace días que no salgo de la alcoba a pesar de que mi doncella insiste en vestirme para pasear por el jardín de árboles en flor. Sin embargo, lo último que quiero es deambular opacando con mi figura delgada y mi piel enfermiza tanta belleza, me siento reacia a volver ahí fuera y enfrentarme a la realidad. ¿Y si tienen razón y no existe el hombre al que amo? ¿Y si de verdad estoy tan loca como describen las personas que me conocen y todo es fruto de mi imaginación? Mis padres alguna vez mencionaron a nuestras amistades, a carcajadas, que cuando era solo una niña insistía en que un muchacho me miraba desde la linde del bosque y que por mucho que buscaron, horrorizados ante la idea de que aquel chico quisiera hacerme daño, nunca lo encontraron, jamás, ni siquiera en los pueblos cercanos o en las casa de campo que rodean a la nuestra... ¿y si el hombre que habita en mi corazón es como ese muchacho? Tan solo una sombra imaginaria entre la espesura del bosque.  

Mis pasos se dirigen hacia la chimenea. El calor de las llamas y el crepitar del fuego me reconfortan. Me dejo caer sobre la repisa y acaricio con la punta de los dedos la cola malva de la pequeña sirena de porcelana. Esta sentada sobre una roca con la espalda muy recta. Me sonríe. Ella es la única que me sonríe y que me ha sonreído a diario. Tiene el récord de sonrisas en esta casa sombría y tensa en la que ni el más alegre de los seres humanos podría ser feliz, en la que los gritos y los lloros son el pan de cada día y en la que los criados duran tan poco tiempo y se marchan acosados por los insultos y los malos tratos que apenas soy capaz de aprenderme sus nombres. A veces, me extraña que encontremos alguien que quiera trabajar en nuestra casa, pero luego recuerdo que el hambre es peor que lidiar con una mujer prepotente, un hombre malhumorado y una muchacha loca que ve amantes que no existen. 

Tras abandonar la chimenea, me encamino hacia la ventana. Desde allí, lejos de nuestro hermoso jardín, puedo ver el pequeño estanque en el que se refleja la propiedad de mi padre y la linde del bosque, el punto exacto en el que veo a mi amor imposible cada mañana, el punto exacto en el que se encuentra en este precio momento, tan puntual como siempre. Allí está, de pie, con su abrigo largo color crema, el pañuelo al cuello y su perfecto sombrero. Noto sus ojos clavados en mí y suspiro mientras las yemas de mis dedos acarician suavemente la superficie helada de cristal. Suspiro de nuevo, impotente. Sé que no sirve de nada recorrer a toda prisa la distancia que separa la casa del estanque y el bosque, sé que es inútil intentarlo siquiera. Nunca está cuando llego con las botas embarradas y las faldas recogidas, jamás permanece a la espera de mi llegada. Jamás. Jamás... 

Las lágrimas arden en mis mejillas, el corazón me late en el pecho, sobrecogido. Sí, estoy enamorada. Sí, sé que es una locura, pero me niego a aceptar que aquel hombre que está parado allí a lo lejos no existe, me niego a pensar que es poco más que una ilusión muy educada que cada día, como hoy, se toca el sombrero, hace una ligera reverencia y se marcha hasta la mañana siguiente. 

sábado, 13 de febrero de 2021

El rugido de la tormenta

    Las nubes amenazaban tormenta, las calles estaban encharcadas y los transeúntes corrían hacia las cornisas y los balcones para protegerse de la lluvia. Era un frío día de otoño, misterioso y lúgubre, incluso melancólico. Los viandantes parecían desdoblarse, dando forma a las siluetas de un pasado que tan solo Luis podía recordar.

    El joven —al menos en apariencia— cansado de no reunir el valor suficiente para afrontar cualquier situación que no fuera ver pasar la vida desde el abismo que separaba su ventana del húmedo suelo de Madrid, decidió por fin que aquel era el día. Desoyendo al miedo, que le gritaba que no debía salir del pequeño piso y que lo había mantenido durante semanas recluido, tomó la puerta con rabia y decisión. No sería fácil. Hacía demasiado tiempo que palabra amenaza se había convertido, irónicamente, en su zona de confort.

    Luis pisaba el suelo con fuerza. La ira que lo acompañaba aquella noche no solo era seductora, sino que le hacía sentir indestructible, como un súper héroe de acero. Llevaba meses planeando cómo saciar su sed de venganza a conciencia y aquel día parecía perfecto. El cielo le acompañaba, con sus rugidos enfurecidos.

    Era la hora.

    La hora de acabar con todo lo que atormentaba, aunque perdiera la vida. Vivo o muerto, volvería a ser libre. Por fin podría desligarse de aquel bucle eterno que se le había impuesto. Si su destino era arder en el infierno, lo aceptaría con gusto.

    Mientras bajaba los peldaños de las escaleras de dos en dos, se enjugó unas lágrimas, que habían brotado en sus ojos más por rabia que por tristeza, con la manga de su camisa. Sabía que, a partir de aquel instante, ya nada volvería a ser lo mismo. Le había dado la vuelta a su reloj de arena, decidido a salir de ese pozo oscuro en que había permanecido durante demasiado tiempo. Con una fuerza impropia del personaje que él mismo había creado como disfraz, propinó un soberbio empujón al portal y salió a la calle. La lluvia lo recibió con una ligera caricia húmeda, una sensación agradable. En su corazón tampoco dejaba de llover y agradeció sentir algo más que vergüenza y miedo, algo que alejara sus amargos pensamientos de aquellos ojos verdes inconfundibles que jamás se cruzarían con los suyos, porque él se había marchado para no volver.

    La ciudad tardó pocas horas en irse a dormir. Para entonces, el aguacero se había transformado en una ligera llovizna y una nueva tormenta amenazaba con descargar sobre la ciudad en pocos minutos. La interminable avenida nocturna por la que caminaba era toda suya en el momento en el que las luces de los faroles comenzaron a titilar. Un silencio mortuorio y un frío paralizante le envolvían mientras las sombras serpenteaban, viscosas, sobre las paredes de ladrillo y piedra. Alguien —o algo— parecía observar cada uno de sus movimientos. Tal vez, lo que Luis había ido a buscar le había encontrado a él antes y, aunque se había preparado mentalmente para aquel momento, temió durante algunos segundos que un cruel destino lo engullera con sus despiadas fauces y un escalofrío le recorrió la espalda de arriba abajo. Allí, lejos de su refugio, ya no se sentía tan invulnerable. Se imaginaba a sí mismo ante su enemigo, dudando, decidiendo en milésimas de segundo si atacarle de frente o salir huyendo de nuevo. Con sus dedos, palpaba la pequeña arma de plata que llevaba en el interior del bolsillo. Antes, creyó que sería suficiente, pero ya no estaba tan convencido. Debería de haber llevado su espada, aunque la policía lo detuviera por ser un loco con un arma que paseaba por las calles de Madrid.

    Luis siguió caminando durante algunos minutos más, tratando de mantener un ritmo constante y no desvelar a su posible enemigo que estaba tan aterrado como decidido. Sin embargo, dio un respingo a escuchar cómo una de las tapaderas de los cubos de basura se cerraba de golpe cuando un gato pardo saltó al suelo, a algunos metros de donde se encontraba. Había comenzado a sudar de terror y todo su cuerpo se había tensado. ¿A quién quería engañar? Ni viviendo mil vidas conseguiría tener el valor suficiente.

    Fue entonces, en el momento de mayor debilidad, cuando la risa de su enemigo se oyó a sus espaldas y sus peores temores se confirmaron. El cazador había sido cazado. 

    Luis giró a toda velocidad sobre sus talones para encontrarse tan solo a un palmo de distancia a aquella figura de silueta humana vestida con una larga túnica blanca que lo último que albergaba en su interior era humanidad. Su mano sombría, más parecida a una garra, se cerró sobre su cuello y lo levantó del suelo. Él pataleó y trató de liberarse en vano.

    —Por fin te tengo.

    Los ojos grises de la sombra se clavaron en los de Luis, aunque miraban mucho más allá, en algún rincón del alma del joven, donde se agazapaban los recuerdos amargos de una vida anterior, una vida que aquel ser etéreo se había encargado a arruinar. El corazón del joven latía desbocado y la cabeza le daba mil vueltas, embotada por el miedo y el dolor de sus peores momentos.

    Luis cada vez se sentía más cansado. Sus piernas se detuvieron y él dejó de luchar. El sonido de la nueva tormenta pareció un quejido lastimero, un reproche. La batalla había terminado incluso antes de comenzar. 

    —¿Cuánto tiempo pensabas que podrías escapar de tu castigo?

    La garra se cerró con más fuerza sobre su cuello y Luis dejó escapar un grito ahogado. No tardó mucho tiempo dejar de oír la lluvia y los truenos. Incluso el calor de su cuerpo le abandonó.

    Fue durante su inconsciencia, cuando tuvo el primer momento placentero de su nueva vida. Pudo volver a casa y recorrer sus sinuosos pasillos en compañía de sus hermanas, sus padres aún no le habían retirado la palabra y la presencia de su maestro era tan reconfortante como lo había sido cuando estaba vivo. Sin embargo, no dejaba de escuchar una voz acolchada de fondo, una voz que le llamaba una y otra vez por un nombre que casi había olvidado.

    Un golpe seco y repentino en el pecho le robó el aliento y solo entonces abrió los ojos a la vez que tomaba una amplia bocanada de aire para no morir asfixiado.

    —Levántate de una maldita vez y vámonos —dijo la misma voz que lo había estado llamando, sin ninguna consideración.

    Él, perplejo, se incorporó en el suelo del pequeño sótano en el que se encontraba. Le dolía la cabeza y le quemaba el pecho, pero no se atrevió a desobedecer. A pesar de que le zumbaban los oídos, había reconocido la voz del hombre que estaba allí con él y que se negaba a mirarle. Zackary había regresado, aunque le había jurado que jamás volvería a dirigirle la palabra después de que Luis le confesara que ardía en deseos de estar junto a él para siempre.

    —¿En qué estabas pensando? —exclamó, mientras subían los escalones hacia lo que parecía la planta superior de aquella destartalada casa—. ¡Enfrentarte tú solo al sacerdote!

    —Nadie más iba a venir a ayudarme y estaba harto de no poder salir de casa.

    —Sigues sonando como un crío, Delwer. Da igual las vidas que pasen.

    —Ahora me llamo Luis.

    El otro se encogió de hombros.

    —Lo que tú digas. Ya no tengo más remedio que encargarme yo mismo de esa maldita sombra. Me ha reconocido. ¡Para una vez que puedo estudiar en la universidad vienes tú y lo arruinas! Debería haber dejado que te estrangulara.

    Luis esbozó una ligera sonrisa, pero no dijo nada más. Se alegraba de que Zackary le hubiera salvado. Quizás, el que en otra vida había sido su mejor amigo, jamás correspondería sus sentimientos, pero al menos volvían a estar juntos en su particular caza de brujas.