¿Quién habría pensado que después de tantos años todo iba a acabar así?
El frío del hielo atenazaba los huesos de los hombres que habían pisado esas tierras antes que nosotros. Sus féretros resquebrajados y abiertos nos daban la bienvenida a un lugar que no nos pertenecía. Una tierra baldía, un pequeño atajo hacia tierras mejores que pocos se aventuraban a tomar. Solo aquellos demasiado locos o desesperados. Tan desesperados como nosotros.
Aquella tierra blanca, maldita y prohibida nos advertía desde el primer momento de que no debíamos estar allí. Serpientes verdosas nos salían al paso mostrándonos sus colmillos afilados. Ratas grandes y peludas tan altas como nuestros perros trataban de mordernos los tobillos con sus bocas llenas de espuma, y en más de una ocasión lo consiguieron. Algunos de los nuestros murieron tiempo después a causa de la rabia. Los caballos se encabritaban tan solo con el paso del viento entre las ramas desnudas de los árboles y los perros trataban de romper las cadenas para escapar y regresar a casa. Ellos no sabían que nuestro hogar había sido reducido a cenizas, que nuestras casas no eran más que escombros humeantes y que nuestros hijos y esposas habían muerto devorados por el fuego. Y que nuestras cabezas valían más dinero del que habíamos visto junto en toda nuestra vida.
Si los hombres de Vlad llegaban a encontrarnos, nuestras vidas estaban sentenciadas. Después varios días de viaje, nuestros cuerpos maltrechos no habrían resistido un enfrentamiento directo. Si en lugar de habernos desplazado hacia las montañas hubiéramos decidido bordear el río hasta la costa, nos habrían alcanzado en poco tiempo y nos habrían masacrado. A parte de nuestras manos y las pocas herramientas que habíamos podido rescatar de las granjas en llamas no teníamos un solo arma para defendernos.
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Decidimos acampar en el claro más cercano siempre que la noche cayera sobre nosotros. Desde el primer día nos habíamos turnado las guardias y todo continuó del mismo modo hasta que, tres meses más tarde, solo quedábamos dos de los diez hombres que habíamos partido. Habíamos enterrado uno a uno a nuestros hermanos y habíamos rezado por ellos - al menos por los seis primeros- y habíamos reunido las fuerzas suficientes para llegar a los límites de aquel bosque maldito. Pero la montaña no había acabado. Después de salir de las espesura debíamos ascender por una pendiente escarpada y bordear el Acantilado del Águila, tras eso la bajada sería un juego de niños.
Ya no nos quedaban provisiones, no nos quedaban caballos ni perros, ni tampoco vendas limpias. La pierna de Emer estaba ennegrecida después de habérsela roto días antes al caer por un barranco y los cortes de mi cuello y mis brazos empezaban a infectarse. Había tenido que pelear contra uno de mis hermanos para que no sacrificara al último de nuestros perros antes de tiempo. Aquel acto precipitado nos habría condenado mucho antes a la hambruna.
-Necesito descansar...
Emer estaba apoyado sobre mí. No habíamos tenido tiempo de fabricar unas muletas.
-Acaba de amanecer... No podemos parar ahora.
-Entonces sigue tú.
Acomodé todo lo bien que pude el cuerpo de mi compañero sobre mis hombros y seguí adelante. Me negaba a ser el único superviviente. Me negaba a abandonarlo. Hasta que pocas horas después, el último de mis hermanos me dejó solo. La infección de su pierna se lo había llevado.
Seguir adelante después de enterrarle fue duro. Siempre había pensado que yo sería de los primeros en caer por ser el más joven y el más falto de experiencia, pero tantos años siendo un pillo en la ciudad me habían servido para aprender a sobrevivir.
Desde lo más alto de la montaña, se podían ver los pequeño asentamientos encajados en los riscos y las torres más altas de las ciudades. Las águilas volaban por debajo de mis pies destrozados por la gran caminata. Los buitres, sin embargo, empezaban a volar sobre mi cabeza, esperando a que yo también cayera. Sentí un escalofrío al pensar que yo sería el único que no sería enterrado, así que seguí adelante. No podía perder el tiempo.
Me había costado un día entero llegar allí por lo agotado que me encontraba. La noche había caído rápidamente y el frío del otoño me había calado hasta los huesos. La capa de Emer por encima de la mía no iba a protegerme a tantísima altitud. Pensé que la bajada sería sencilla, que en poco tiempo estaría en alguna aldea en la que pudiera encontrar comida y algo de calor, pero el camino se hacía eterno. Las piernas me temblaban y cada vez me era más difícil seguir caminando.
Un mal paso, justo en el borde del gran acantilado. El camino era demasiado estrecho. Una caída rápida y cientos de golpes hasta que el tronco de un árbol que crecía en la ladera me detuvo, a escasos metros del abismo. No lograría regresar arriba ni moverme hasta volver a pisar el suelo. Estaba sentenciado.
Escuché como los arbustos a mi alrededor se agitaban. Pensé que los lobos me habían detectado muy rápido. Y ojalá lo hubieran hecho. Lo habría preferido mil veces.
-El último...- murmuró la voz de Vlad- Así que por fin he podido erradicar vuestra hermandad... De raíz.
-Las raíces de poco valen ya, pero aún quedan nuestras semillas.
-Vuestros hijos han muerto, Mael. Y ha sido bastante interesante ver cómo vosotros sellábais vuestra sentencia también. Ha sido la montaña la que ha hecho el trabajo por mí. Ni siquiera he tenido que mancharme las manos con vuestra sangre.
-¿Ni siquiera vas a manchártelas con la mía?.
El hombre, oculto entre las sombras por una capa oscura se acercó hasta el árbol que evitaba mi caída hacia el fondo del barranco. Pisó repetidas veces la parte del tronco que aún se sujetaba a la tierra inclinada y este se movió con violencia, recordándome lo cerca que estaba de morir.
-¿Para qué molestarme? ¿Cuánto crees que aguantarás así?
No me molesté en contestarle. Estaba demasiado ocupado clavando mis uñas en el tronco nudoso del árbol. Los brazos me dolían y comenzaban a temblarme. No me quedaban muchas fuerzas.
-Vlad...- murmuré-. Éramos doce hermanos, dos de ellos murieron en la aldea, diez hemos muerto en la montaña. Cada uno teníamos un hijo, pero solo había once niños en la aldea. ¿Quién crees que vengará nuestra muerte?
Le vi palidecer bajo la capucha antes de caer al vacío. Su mano trató de alcanzarme, pero solo consiguió rasgarme la camisa gastada. Si buscaba respuestas yo no iba a dárselas, ni aunque me hubiera torturado durante meses.
Nunca le habría dicho dónde había escondido a mi propio hijo.