viernes, 8 de septiembre de 2017

Ōmagatoki.

Ryuu estaba muy emocionado. A sus dieciocho años, iba a dormir por primera vez en una casa que no era la suya, lejos de la atenta mirada de sus severos padres. Le parecía increíble que su padre le hubiera permitido ir con él a Japón para conocer a sus primos Haru y Satoru y al resto de su familia. Había viajado durante horas en avión, tren y autobús para llegar desde Estados Unidos a una pequeña aldea de la isla de Hokkaidō en la que ni siquiera había cobertura ni WiFi para poder charlar con sus amigos de Nueva York o ponerse en contacto con su madre. Sin embargo, desde que había conocido a sus primos y a sus abuelos no había tenido tiempo de echar de menos su vida en Norteamérica. Ellos les habían entretenido desde que llegó con juegos tradicionales e historias japonesas. Él ya las conocía más o menos por un libro de bolsillo que había sacado de la biblioteca un día antes de viajar a su tierra natal, pero era agradable escucharlas de sus labios.
Esa noche había una fiesta de bienvenida solo para él. Su padre había tenido que desplazarse a la ciudad más cercana a arreglar unos papeles y no volvería en unos días, así que se sentía mucho más libre de lo que lo había estado en toda su vida.
La casa de sus tíos tenía dos plantas y era muy espaciosa. Estaba decorada como las típicas casas japonesas que había visto en tantos animes y en las fotos antiguas de sus padres. Además, su familia había preparado una mesa repleta de platos tradicionales entre los que no podían faltar el onigiri y el takoyaki. Incluso dejaron que diera un pequeño sorbo al tokkuri en el que su abuelo bebía el sake. Todos rieron cuando compuso una mueca de desagrado y después se relamió. Tenía un sabor fuerte al principio, pero también era algo dulzón. Era una mezcla extraña a la que, quizás cuando fuera adulto y tan grande y fuerte como su abuelo, podría acostumbrarse. Si su padre le hubiera visto, le hubiera reprochado con la mirada que probara una sola gota de alcohol, pero su padre no estaba allí para impedirle disfrutar de todo lo que podía.
Para él, estar en Japón era un sueño. Su familia era más amable de lo que su padre solía comentarle y también eran más agraciados físicamente de lo que le había dicho su madre. Eran personas normales y corrientes, con rasgos asiáticos y sonrisas amables. Tenían el cabello oscuro y liso y los ojos castaños almendrados. Eran tan parecidos a él que no era capaz de acostumbrarse. Nunca había estado rodeado de tantas personas semejantes. En Estados Unidos, la mayoría de sus amigos y conocidos eran de raza blanca y en ocasiones había tenido la mala suerte de encontrarse con personas que le habían mirado mal y le habían juzgado por sus raíces. Allí todo era más fácil, solo le miraban los cotillas de la aldea que trataban de situarlo en alguna familia y eso le importaba muy poco.
De postre, su abuela le dio a comer un dulce típico del país. Había leído mangas en los que los protagonistas tomaban de esos dulces para merendar. Se llamaba dorayaki, y en su caso estaba relleno de té verde. Le pareció delicioso, pero su primo Haru le comentó que él los prefería rellenos de melocotón, mientras que a Sotaru les gustaban más con pasta de judías dulces. Ryuu se encogió de hombros, estaba dispuesto a probarlos todos de ser necesario.
Una vez la cena acabó, sus abuelos se marcharon a dormir a su propia casa a pesar de que apenas el sol había comenzado a caer. Su tía les acompañó por si había algún problema, su tío se dedicó a fumar en la puerta de entrada y sus primos le propusieron revolver todos los cajones de la casa para buscar sus yukatas. Le explicaron que eran kimonos para el verano, mucho más fáciles y cómodos de llevar y le obligaron a que vistiera con uno de ellos, uno que Haru, el pequeño, había desechado el año anterior porque ya no le quedaba bien.
El yukata era azul con los bordes de color negro. Tenía algunos motivos blancos orientales en los puños y en el cinturón negro que se le ajustaba con fuerza en la cintura, y un dragón japonés rojo bordado en la espalda.
-Te queda muy bien- dijo Sotaru, riendo.
Sus primos también se colocaron sus yukatas sencillos de color negro y los tres bajaron a la planta inferior, tratando de huir de su padre para que no les viera. Normalmente usaban esa prenda para ocasiones especiales, pero para ellos, aquella era muy especial. No volverían a verse en muchos años.
Ryuu se sentó con las piernas cruzadas en el pequeño estanque con carpas que tenía la casa en el patio trasero. Sus primos le habían pedido que esperase mientras ellos iban a buscar el tablero y las piezas de shōgi, una especie de ajedrez típico de Japón. Era un juego complicado, pero tenían pensado enseñárselo esa misma noche con toda la paciencia del mundo.
El chico cerró los ojos cuando estuvo a solas. Le encantaba escuchar el canto de los primeros grillos, el chapoteo de las carpas en el estanque y sentir el viento fresco acariciándole el cabello. Algunos animales podían oírse en el bosque vecino. Le parecía maravilloso que ni siquiera una pequeña valla separara la casa de la espesura. El mundo rural estaría algo atrasado, pero también era fascinante en cuanto a sus costumbres y a su forma de vida. En Nueva York era imposible pensar en una casa que tuviera como jardín un bosque completo.
De pronto, un ligero gruñido le sobresaltó. A sus pies tenía un zorro de pelaje rojo con el pecho plateado y siete colas que se agitaban traviesas. ¡Siete colas!
Ryuu se frotó los ojos, incrédulo. Debía haberse quedado dormido mientras esperaba a sus primos y estaba alucinando. Los zorros no tenían siete colas y tampoco sonreían cuando veían a las personas.
-¿Vamos?- preguntó el animal con voz aflautada.
El chico sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo.
-¡Hablas!- exclamó, poniéndose en pie de un salto.
-Por supuesto. ¿Es que acaso no sabes reconocer a una kitsune, chico estúpido? Si no vienes conmigo me iré yo sola.
Ryuu miró hacia la casa, su tía debía estar de regreso en pocos minutos y sus primos se preocuparían si no le veían. Además, aventurarse solo en el bosque no era lo que más le apetecía, pero cuando la kitsune le alejó con pasos elegantes se vio tentado a seguirla. Siempre podría dar media vuelta si se encontraba con algún peligro o sus primos irían a buscarle. Ellos habían crecido en la zona y debían conocerse el bosque palmo a palmo.
-¿A dónde quieres que vaya?- preguntó, poniéndose a su altura.
-Al Ōmagatoki, por supuesto.
-¿A dónde?
La kitsune volvió la cabeza. Sus ojos rasgados parecían incrédulos.
-¿No sabes lo que es? ¿De verdad?
-Acabo de llegar de Nueva York, esta es mi segunda noche aquí. Ni siquiera sé si de verdad estoy hablando contigo, eres un zorro.
Ella soltó un ligero gruñido y le pidió que diera media vuelta. Ryuu no entendía muy bien por qué se enfadaba si él solo le había preguntado por algo que no comprendía. Estaba decido a volver a casa, pero antes de que pudiera dar un solo paso, sintió dos golpecitos suaves en su hombro. Al girarse pudo descubrir que la kitsune había adquirido forma humana. Era más o menos de su altura con el cabello corto rojizo, aunque sus bigotes, ojos y orejas seguían siendo las de un zorro y conservaba su siete colas de puntas plateadas. Iba vestida con una yukata naranja que se cruzaba en el pecho y que tenía una puesta de sol bordada en la espalda.
-Encantada de conocerte, me llamo Hikari. No sabía que eras nuevo por aquí.
Él parpadeó, incrédulo. Alucinaba, sin duda alguna.
-Ryuu. Sí, acabo de llegar a la isla.
-Pues te presentaré a los demás, Ryuu. Aunque no sé si a todos les caerás bien. Son un poco especiales.
La kitsune le tomó de la mano y le guió hacia el bosque con entusiasmo mientras él no era capaz de salir de su asombro. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo, no sabía por qué algo así le pasaba a él o si debía de fiarse de ese espíritu que vagaba por el bosque. Porque no podía ser otra cosa que uno de esos espíritus de los que le habían hablado sus abuelos y había leído en su libro. Un yökai. 
-¿Dónde dices que vamos?- preguntó, sorteando una piedra con torpeza. Apenas podía ver nada. El tono anaranjado de la puesta de sol se perdía entre las copas de los árboles. 
-Al Ōmagatoki. Significa "el momento de la reunión yökai". Es muy divertido. Al menos para mí. No sabes lo bien que me lo paso gastando bromas a todo el mundo.
Los yökai eran seres mitológicos que habitaban en las tierras de sus antepasados. Al parecer eran más fuertes que los humanos, sin embargo preferían vivir apartados de estos por posibles disputas. Ryuu creía que debía estar paranoico.
-¿Entonces esto es una broma?
-Ojalá, pero aunque no lo sea me lo estoy pasando muy bien. Cuidado con la rama, Ryuu.
El chico se agachó justo en el momento preciso en el que iba a golpearse en la cabeza. Hikari le había conducido hasta un claro del bosque en el que los últimos rayos del ocaso se colaban tímidamente. En el centro había una casa de madera decorada con farolillos orientales y con guirnaldas típicas del país. Todas las luces estaban encendidas. Junto a ella, discurría un río sobre el que pasaba un puente de madera. Parecía un escenario sacado de un cuento de hadas.
-Mira, ahí están Emi y Sakura, son las primeras en llegar.
Hikari movió el brazo enérgicamente y otras dos chicas le saludaron nada más salir de entre los árboles. Si ella tenía rasgos de zorro, ellas dos lo tenían de tejón y de gato respectivamente. Era increíble, pero sumamente interesante. Ryuu no pudo despegar sus ojos de ellas, hasta que las perdió de vista tras la casa.
-Emi, la chica que tiene rasgos de tejón, es una mujina y Sakura, la gatita, es una nekomusume. Las tres somos hengeyökai porque somos animales que pueden adoptar forma humana. Te caerán muy bien, son muy graciosas. Y mira, ahí está Yuriko.
Ryuu siguió con la mirada el dedo de Hikari. Yuriko era una niña de no más de cinco años que estaba sentada en el porche de madera de la casa del claro. Tenía el pelo corto y oscuro y les miraba con una sonrisa tierna. Parecía muy amable y dulce. Él no pudo evitar devolverle una sonrisa, le recordaba a su hermana pequeña.
-Es la guardiana de la casa- Hikari se encogió de hombros-. Un yökai protector, una Zashiki-Warashi. Es un poco traviesa, como yo. Cambia las almohadas de sitio, deja pisadas de ceniza por el suelo... lo normal.
-¿Normal?- preguntó, con los ojos como platos. Había oído historias como de los labios de su padre, pero nunca había creído que fueran reales.
-Al menos aquí sí. Mira, los kodamas ya han aparecido.
Ryuu se fijo en las ramas y los troncos de los árboles más cercanos. Sobre ellos había unos hombrecillos pequeños de un color verde semitransparente. Parecían realmente dulces, como la niña de la casa.
-Son espíritus de los árboles, nada que temer. Mientras no contamines se llevarán bien contigo. ¿Tratas bien a la naturaleza, verdad Ryuu?
-Todo lo que puedo... Cojo el bus urbano en vez del coche- murmuró, maravillado por la cantidad de kodamas que le rodeaban y que iluminaban ligeramente el claro con un aura verdosa.
Hikari le tomó de nuevo de la mano y lo arrastró de improviso con ella hacia unos matorrales para esconderlo. Le parecía algo incoherente que hiciera eso cuando era ella misma la que le había llevado hasta allí, pero como todo era tan extraño, a esas alturas ya no le importaba demasiado.
-¿Qué es lo que pasa?- preguntó intrigado.
-Un bakeneko, mira.
Ryuu pudo ver un gato de al menos dos metros de pelaje oscuro que caminaba a dos patas. Iba vestido de la misma forma que lo hacía su abuelo y fumaba en pipa. Cada vez que pisaba el suelo, este temblaba y se escuchaba un ruido sordo que hacía que los pájaros de los árboles cercanos alzaran el vuelo. Estaba llegando al claro desde el lado opuesto al que ellos se encontraban. Parecía indefenso, pero por el sigilo con el que Hikari estaba obrando le parecía que su apariencia podría engañar.
-Por suerte por esta zona solo hay uno- murmuró, sin quitarle el ojo de encima-. Pueden devorar humanos para robarles su identidad.
-¡Todos los años hacer la misma broma, Hikari!- gruño el gran gato- Tendré cien años pero escucho perfectamente. Tranquilo, hijo. No te voy a comer.
-Ya me has estropeado la broma, Isao.
-Pues es una broma que no me hace gracia, así que déjala de una vez.
La kitsune suspiró y Ryuu se sintió abochornado. No parecía malvado, pero sí que le imponía mucho respeto y no le gustaba la idea de que se hubiera molestado. 
-¿Por qué le gastas esa broma?- preguntó- Deberías pedirle perdón.
-Bueno, es lo que se dice de ellos. Yo no tengo la culpa de eso, la gente tenía miedo de que los gatos viejos, gordos y con la cola muy larga se convirtieran en bakenekos, por eso los abandonaban o bien les cortaban la cola.
-He visto algunos de esos...- murmuró el chico, recordando el gato rabicorto que tenía su abuela en casa-. Me parece muy cruel.
De pronto, un niño con una linterna de papel pasó corriendo al lado del arbusto en el que se encontraban. Parecía bastante normal, salvo porque usaba de sombrero la tela de un paraguas gastado.
-Ese es Kano. Siempre anda con prisa. Es un Amefurikozō, ya verás como mañana llueve.
-¿Por qué?- preguntó, siguiendo con la mirada al niño impaciente que iba de un lado a otro iluminando el claro con su linterna. Los kodamas parecían saludarle.
-Porque es el encargado de traer la lluvia. Y mira en este tronco, son las garras de un Raijuu.
Ryuu recorrió con las manos la marca que un rayo había dejado en la corteza del árbol.
-Esto no son garras- reprochó-. No intentes engañarme otra vez.
-Son las garras del demonio de las tormentas, niño tonto- gruñó Hikari-. Da gracias que no venga hoy porque es un espíritu maligno que lo va destrozando todo cuando se pone nervioso. Seguro que está durmiendo en el ombligo de algún hombre de las montañas.
-¿En el ombligo?
-Así es. ¿De qué te extrañas?
El chico se encogió de hombros. Hikari tenía razón, todo era tan raro que el hecho de un yökai durmiera en el ombligo de un hombre tampoco era para tanto.
-¿Hay más?- preguntó él, mirando a su alrededor.
Poco a poco, las voces de los yökais iban cubriendo el claro. Isao, el bakeneko, charlaba animadamente con Sakura, la chica gato y con Yuriko, la niña de la casa de madera. La pequeña estaba acariciando un perro de pelaje oscuro que no le quitaba la vista de encima. Ryuu estaba convencido de que era otro yökai y que Hikari le diría de cuál se trataba, pero no fue así. En vez de eso le llevó hasta el río y siguieron hasta la parte central del puente. En el agua, el chico pudo ver algunos seres del tamaño de un niño con cuerpo de rana que se bañaban y jugaban entre ellos. Tenían el cuerpo de color verdoso repleto de escamas y rostro de tortuga. Además, llevaban un caparazón a la espalda y sobre sus cabezas tenían una calva llena de agua y rodeada de cabello verde. Su atención se centró en sus manos y sus pies que tenían membranas interdigitales que le servían para nadar a toda velocidad. Le parecieron asombrosos.
-Son kappas. Y mira, debajo del puente hay un par de onis.
Ryuu se inclinó ligeramente para poder ver a los dos yökais que le indicaba la kitsune. Había leído sobre ellos y sabía que equivalían a los ogros occidentales. Sin embargo, su cuerpo musculado no era verde, sino rojo y tenían colmillos afilados y dos cuernos pequeños y puntiagudos sobre su cabeza. En la mano, cada uno llevaba un bate de hierro. Era mejor no meterse con ellos ni llamar la atención.
Al otro lado del río, una mujer de enorme belleza que cosía y cantaba sentada en la orilla captó su atención. No dejaba de mirarle y de sonreírle de forma tierna, parecía amable. Ryuu sentía la necesidad de ir con ella y hablarle, tal vez de conocerla un poco más. Era una sensación extraña que salía de lo más profundo de su ser.
De pronto, Hikari le tapó los ojos y le hizo retroceder poco a poco hasta que estuvieron de nuevo en la otra orilla, lejos de la mujer.
-¡Ni se te ocurra acercarte! ¡Que no te encandile con su aspecto! ¡Es un espíritu maligno!- exclamó- Hone-Onna. Era una geisha a la que traicionaron y mataron. Su prometido la vendió a un burdel y cuando ella quiso escapar la asesinó y tiró su cuerpo al río. Desde entonces encandila a los hombres y los lleva a su cama para robarles el alma. ¡No te acerques!
Ryuu asintió, pálido como el mármol. El tono de Hikari denotaba que no estaba bromeando como de costumbre.
-Vale, vale. No lo sabía, pero no tenías que ser tan brusca. Puedo andar yo solo sin que me tapes los ojos.
-Por si acaso- gruñó- Vamos con Isao. Quiero burlarme de él un poco más.
Ryuu miró a su alrededor. Todos los presentes eran yökais, pero él era el único humano. Quizás Hikari lo había elegido para gastarle una broma o al final tenían pensado devorarlo, borrarle la memoria o algo parecido. Su mente volaba entre las miles de posibilidades que había leído en novelas de fantasía.
-¿Por qué me has traído aquí, Hikari? No veo más humanos.
-Ah...- murmuró-. Me ha faltado un yökai por presentarte.
La kitsune se giró y esbozó una amplia sonrisa mientras colocaba sus manos a la espalda y agitaba sus siete colas. Al chico le pareció una actitud algo traviesa.
-Es un Han'yō.
-¿Y donde está?
-Pues es un híbrido entre yökai y humano. Nació como hombre, pero el espíritu de un antiguo yökai vive dentro de él. Se llama Ryuu, y es un dragón.
El chico dio un respingo y despertó de golpe. Estaba tumbado sobre el escritorio de la casa de sus abuelos justo sobre el libro de folclore que había sacado de la biblioteca. Se revolvió el cabello con energía y se frotó los ojos. En la calle era de noche y estaba lloviendo a mares. Se había quedado dormido leyendo, como de costumbre.
Ryuu tomó su móvil y apretó el botón lateral para poder ver la fecha y la hora. Era su primera noche en Japón, casi de madrugada. Nada de lo que había soñado era real, ni siquiera la cena en casa de sus tíos lo había sido. Su subconsciente le había hecho soñar con algo que deseaba vivir y lo había mezclado con la nueva información sobre yökais. Intentaba recordar el sueño al completo, pero poco a poco se iba borrando de su memoria. Miró el libro con detenimiento. El dragón que estaba bordado en el yukata era el mismo que estaba pintado en la portada. También recordaba algunos de los espíritus, pero sobre todo el perro al que acariciaba la niña protectora de la casa del lago. Le picaba la curiosidad y quiso buscarlo. Le parecía haber leído antes sobre él.
-Inugami- leyó.
Era un espíritu animal usado para llevar a cabo una venganza por su amo, pero que podía llegar a poseer su cuerpo pasado un tiempo.
Ryuu suspiró. Se sentía ligeramente decepcionado porque el sueño hubiera sido tan solo una invención suya, pero sabía que algo así no podía existir. No eran más que cuentos de viejas y mitología nipona. Se levantó de la silla con lentitud y se dirigió hacia la ventana para cerrarla.
En el edificio de enfrente había un cartel en el que estaba dibujada la misma puesta de sol que la kitsune llevaba bordada en su yukata. Era asombroso cómo había mezclado toda esa información en el cerebro.
Cogió la cuerda de la persiana para bajarla, pero cuando estaba a punto de hacerlo, cambió de opinión. Abrió la ventana de par en par y sacó la cabeza, aún a riesgo de calarse hasta los huesos. Justo bajo el cartel, protegiéndose de la lluvia, había un zorro de pelaje rojo y pecho plateado. Estaba tumbado en el camino de tierra con la cabeza sobre sus patas y la cola oculta desde donde él podía verlo.
-¿Hikari?- preguntó, incrédulo.
El zorro levantó la cabeza y se  removió, mostrando sus colas rojizas de puntas plateadas. Ryuu las contó varias veces y se pellizco en el brazo para asegurarse de que no seguía soñando. La kitsune le dedico una sonrisa y agitó sus siete colas como si fueran un abanico.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Melanie

Andrew se acomodó en el sofá roído y ligeramente mohoso mientras le daba una calada a su cigarrillo West recién encendido. Melanie acababa de marcharse escaleras abajo para no volver nunca más. O al menos esa había sido su amenaza.
-Ya me echarás de menos- le había dicho justo antes de que ella diera el portazo definitivo.
La joven rubia de ojos celestes y cuerpo sinuoso siempre había sido demasiado temperamental para su gusto. Demasiado ruidosa, demasiado liberal, demasiado franca, demasiado intransigente. Demasiado ella misma.
Si Frank no le hubiera exigido que compartiera el pequeño apartamento de los suburbios con ella, la habría echado a la calle el primer día que le alzo la mano, pero tenía que soportarla aunque su voz chillona le sacara de quicio y su taconeo incansable le crispara los nervios. Aborrecía sus ataques de locura, sus manías extrañas, la forma en la que hablaba, sus noches en vela escuchando programas estúpidos en la radio y sus berrinches tontos acompañados de litros de cerveza.
-Deberías bajar el listón- le había dicho en más de una ocasión, burlándose de ella. 
-¿Y conformarme con un fracasado como tú?- reía, sarcástica- No gracias.
Cada vez que le decía que era un inútil, él se limitaba a encogerse de hombros. Hacía años que había perdido a su abuela, la única familia que había conocido y nunca había terminado los estudios que ella intentó pagarle con tanto esfuerzo. Tampoco tenía un trabajo. Nunca lo había necesitado. Era mil veces más fácil vivir de las cuantiosas ayudas del Gobierno gracias a las tretas de su amigo Frank. Aunque tuviera que conformarse con un pequeño piso de treinta metros cuadrados en los suburbios. Había perdido la cuenta de cuántos carnets y pasaportes falsos tenía y había tenido, y también de cuántas veces había estado a punto de ser detenido. Pero por suerte, desde que se había mudado a aquella zona en la que la mayoría de los habitantes rozaba la ilegalidad no había vuelto a tener problemas.
Más de una vez le había preguntado a Melanie por qué ella estaba allí. Era una chica prometedora e inteligente y no tenía necesidad alguna de relacionarse con marginales como él.
-¿Nunca has matado a nadie, Andrew?- le preguntó, muy seria.
La joven se echó a reír al ver que se había tragado su perfecta actuación y él se sintió como un estúpido. No podía imaginársela como una asesina, al menos no con su rostro dulce. Tampoco podía imaginársela a la caza de hombres desprevenidos a los que robar o como prostituta de aquella zona. Tenía demasiada clase.
Frank tampoco le dio respuestas. Su amigo le quitó hierro al asunto moviendo su larga melena caoba y le sonrió mientras dejaba el dinero de los dos cafés que habían tomado sobre la barra de la cafetería más cara del centro. A pesar de ser un delincuente, a él le trataban con respeto. Y no era para menos cuando se vestía con sus trajes de sastre y su corbata perfectamente planchada. Él sabía de leyes, y las manejaba a su antojo. Había estudiado, tenía un buen puesto de trabajo y aún así robaba. Por eso no sabía quién era peor, si él mismo o su adinerado amigo. 
Andrew le dio otra calada a su cigarro y retuvo ligeramente el humo en sus pulmones. El apartamento estaba demasiado silencioso. Podía escuchar al matrimonio que tenía justo encima discutir sobre sus supuestos amantes antes de que los muelles de la cama empezaran a crujir con un ritmo desenfrenado, podía escuchar la tos del anciano que tenía al lado y cómo escupía por el balcón. Desde que Melanie había llegado nunca había tenido tiempo para pararse a escuchar la vida que ocurría a su alrededor. Estaba demasiado ocupado con la suya propia. Ella le había dado un poco de emoción.
Sin quererlo, se había enamorado de ella. De aquel parásito que le estaba chupando la vida, el dinero y las energías, y le amargaba a diario. Se había enamorado de su mal genio, de su poca paciencia, de su cuerpo oculto tras las camisas anchas que le robaba cuando estaban limpias, de su sonrisa pícara y su astucia. Y ella se había marchado porque no soportaba vivir ni un segundo más bajo el mismo techo que él. Lógico. 
El joven apagó el cigarro en el pequeño cenicero de cristal lleno de ceniza y colillas y tomó su chaqueta color tierra. El suelo estaba lleno de trastos y de basura que tuvo que sortear para llegar hasta la puerta. Melanie le había dicho más de una vez que iba a enfermar en esa pocilga por su culpa. Las latas de cerveza se amontonaban en los rincones, había charcos oscuros y pegajosos y algo de sangre reseca, restos de sus peleas callejeras, en algunas zonas de la moqueta. 
-Me parece que Frank se va a quedar sin su fianza- le contestaba siempre. Y ella enrojecía de rabia y subía las escaleras de madera que daban al pequeño altillo de poco más de medio metro en el que estaba el colchón en el que dormía-. Eres demasiado dramática. ¿Sabes?
-Y tú eres un cerdo. 
El frío de principios de noviembre le recibió nada más salir del pequeño portal en el que estaba su apartamento. Era una calle estrecha por la que el viento se colaba a su antojo de un lado a otro, removiendo el cabello de aquellos que se aventuraban a caminar por la zona. Era un lugar conocido por las peleas, las violaciones y los asesinatos, así que por suerte no tenía que ver a gente elegante y a familias felices con niños y chucho incluido. Eso le habría puesto de muy mal humor. 
Encendió otro cigarro colocando la mano justo ante el mechero para que la llama no se apagara mientras caminaba. Si conocía a Melanie, estaría esperando a que pasara un taxi o un autobús que le llevara hasta el aeropuerto o hasta la estación de trenes. Siempre había soñado con marcharse de aquel lugar turbulento y apestoso. Y le extrañaba que en aquellos meses no lo hubiera hecho. 
Una sonrisa tonta se dibujó en su rostro al comprobar que no se equivocaba. Ella estaba de pie junto a la parada del autobús a algunas manzanas del apartamento. La joven, apoyada en su maleta, le daba la espalda. Escasos metros de distancia les separaban.  
Andrew dio la última calada a su cigarro y lo tiró al suelo. Retorció su bota gastada sobre la colilla y se colocó la chaqueta adecuadamente. Melanie le iba a decir a la cara que era un bastardo y un mal nacido, pero no le importaba mucho. Lo único que quería era zanjar aquella pelea y que ella regresara a casa, aunque para eso tuviera que limpiar todo el apartamento o afeitarse más a menudo. Estaba harto de peleas tontas como la de aquel día. 
El joven estaba a punto de cruzar la calle y darle un pequeño susto cuando dos hombres vestidos con chaquetas oscuras y sombreros negros de ala corta le cortaron el paso. Sus rostros oscuros y sus miradas afiladas le dejaron bien claro que no iban precisamente a pedirle tabaco. 
-¿Andrew Collins?- preguntó el más maduro. Algunas canas empezaban a notarse en su cabello castaño. 
-Soy yo. ¿Qué quieren de mí? 
El hombre que había hablado le hizo una señal al más joven con la cabeza. Este le cubrió la boca con la mano y le tomó por el brazo derecho, mientras que su compañero le tomaba por el izquierdo. Entre los dos le metieron en el callejón más cercano mientras él trataba de escapar en vano. 



El autobús llegó justo cuando comenzaban a caer unas gotas tímidas. Melanie había sido precavida. Por eso, llevaba en la mano el paraguas grisáceo que iba a juego con su gabardina perfectamente planchada. Siempre había sido una mujer metódica y organizada, y durante aquellos meses había tenido que aprender a sobrevivir en un lugar sucio y caótico en el que tenía que comportarse como una mujer impulsiva. Era la única forma de poder escapar de las personas que la perseguían. 
La joven subió la escalerilla de metal del autobús y se sentó con elegancia en uno de los asientos tapizados en burdeos que quedaba pegado a la ventana. Desde ella se podía ver la pequeña calle que había recorrido esa misma mañana al abandonar su patético hogar. Y también el pequeño callejón del que salían dos hombres vestidos de negro. El más corpulento con una pistola aún humeante en la mano. Por allí no era raro ver asesinatos. Tampoco era raro encontrarse un cadáver en una esquina acribillado a balazos. Nadie preguntaba. Nadie buscaba a los culpables. Ni siquiera Frank pondría pegas cuando ella fuera a verle al día siguiente a su despacho en persona. Le había dicho que podría hacer lo que quisiera con Andrew una vez acabara su trabajo allí. 
Y ella había decidido no dejar ningún cabo suelto.