Ryuu estaba muy emocionado. A sus dieciocho años, iba a
dormir por primera vez en una casa que no era la suya, lejos de la atenta
mirada de sus severos padres. Le parecía increíble que su padre le hubiera
permitido ir con él a Japón para conocer a sus primos Haru y Satoru y al resto
de su familia. Había viajado durante horas en avión, tren y autobús para llegar
desde Estados Unidos a una pequeña aldea de la isla de Hokkaidō en la que ni
siquiera había cobertura ni WiFi para poder charlar con sus amigos de Nueva
York o ponerse en contacto con su madre. Sin embargo, desde que había conocido
a sus primos y a sus abuelos no había tenido tiempo de echar de menos su vida
en Norteamérica. Ellos les habían entretenido desde que llegó con juegos
tradicionales e historias japonesas. Él ya las conocía más o menos por un libro
de bolsillo que había sacado de la biblioteca un día antes de viajar a su
tierra natal, pero era agradable escucharlas de sus labios.
Esa noche había una fiesta de bienvenida solo para él. Su
padre había tenido que desplazarse a la ciudad más cercana a arreglar unos
papeles y no volvería en unos días, así que se sentía mucho más libre de lo que
lo había estado en toda su vida.
La casa de sus tíos tenía dos plantas y era muy espaciosa.
Estaba decorada como las típicas casas japonesas que había visto en tantos
animes y en las fotos antiguas de sus padres. Además, su familia había
preparado una mesa repleta de platos tradicionales entre los que no podían
faltar el onigiri y el takoyaki. Incluso dejaron que diera un pequeño sorbo al
tokkuri en el que su abuelo bebía el sake. Todos rieron cuando compuso una
mueca de desagrado y después se relamió. Tenía un sabor fuerte al principio,
pero también era algo dulzón. Era una mezcla extraña a la que, quizás cuando
fuera adulto y tan grande y fuerte como su abuelo, podría acostumbrarse. Si su
padre le hubiera visto, le hubiera reprochado con la mirada que probara una
sola gota de alcohol, pero su padre no estaba allí para impedirle disfrutar de
todo lo que podía.
Para él, estar en Japón era un sueño. Su familia era más
amable de lo que su padre solía comentarle y también eran más agraciados
físicamente de lo que le había dicho su madre. Eran personas normales y
corrientes, con rasgos asiáticos y sonrisas amables. Tenían el cabello oscuro y
liso y los ojos castaños almendrados. Eran tan parecidos a él que no era capaz
de acostumbrarse. Nunca había estado rodeado de tantas personas semejantes. En
Estados Unidos, la mayoría de sus amigos y conocidos eran de raza blanca y en
ocasiones había tenido la mala suerte de encontrarse con personas que le habían
mirado mal y le habían juzgado por sus raíces. Allí todo era más fácil, solo le
miraban los cotillas de la aldea que trataban de situarlo en alguna familia y
eso le importaba muy poco.
De postre, su abuela le dio a comer un dulce típico del
país. Había leído mangas en los que los protagonistas tomaban de esos dulces
para merendar. Se llamaba dorayaki, y en su caso estaba relleno de té verde. Le
pareció delicioso, pero su primo Haru le comentó que él los prefería rellenos
de melocotón, mientras que a Sotaru les gustaban más con pasta de judías
dulces. Ryuu se encogió de hombros, estaba dispuesto a probarlos todos de ser
necesario.
Una vez la cena acabó, sus abuelos se marcharon a dormir a
su propia casa a pesar de que apenas el sol había comenzado a caer. Su tía les
acompañó por si había algún problema, su tío se dedicó a fumar en la puerta de
entrada y sus primos le propusieron revolver todos los cajones de la casa para buscar
sus yukatas. Le explicaron que eran kimonos para el verano, mucho más fáciles y
cómodos de llevar y le obligaron a que vistiera con uno de ellos, uno que Haru,
el pequeño, había desechado el año anterior porque ya no le quedaba bien.
El yukata era azul con los bordes de color negro. Tenía
algunos motivos blancos orientales en los puños y en el cinturón negro que se
le ajustaba con fuerza en la cintura, y un dragón japonés rojo bordado en la
espalda.
-Te queda muy bien- dijo Sotaru, riendo.
Sus primos también se colocaron sus yukatas sencillos de
color negro y los tres bajaron a la planta inferior, tratando de huir de su
padre para que no les viera. Normalmente usaban esa prenda para ocasiones
especiales, pero para ellos, aquella era muy especial. No volverían a verse en
muchos años.
Ryuu se sentó con las piernas cruzadas en el pequeño
estanque con carpas que tenía la casa en el patio trasero. Sus primos le habían
pedido que esperase mientras ellos iban a buscar el tablero y las piezas de
shōgi, una especie de ajedrez típico de Japón. Era un juego complicado, pero
tenían pensado enseñárselo esa misma noche con toda la paciencia del mundo.
El chico cerró los ojos cuando estuvo a solas. Le encantaba
escuchar el canto de los primeros grillos, el chapoteo de las carpas en el
estanque y sentir el viento fresco acariciándole el cabello. Algunos animales
podían oírse en el bosque vecino. Le parecía maravilloso que ni siquiera una
pequeña valla separara la casa de la espesura. El mundo rural estaría algo atrasado,
pero también era fascinante en cuanto a sus costumbres y a su forma de vida. En
Nueva York era imposible pensar en una casa que tuviera como jardín un bosque
completo.
De pronto, un ligero gruñido le sobresaltó. A sus pies tenía
un zorro de pelaje rojo con el pecho plateado y siete colas que se agitaban
traviesas. ¡Siete colas!
Ryuu se frotó los ojos, incrédulo. Debía haberse quedado
dormido mientras esperaba a sus primos y estaba alucinando. Los zorros no
tenían siete colas y tampoco sonreían cuando veían a las personas.
-¿Vamos?- preguntó el animal con voz aflautada.
El chico sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo.
-¡Hablas!- exclamó, poniéndose en pie de un salto.
-Por supuesto. ¿Es que acaso no sabes reconocer a una
kitsune, chico estúpido? Si no vienes conmigo me iré yo sola.
Ryuu miró hacia la casa, su tía debía estar de regreso en
pocos minutos y sus primos se preocuparían si no le veían. Además, aventurarse
solo en el bosque no era lo que más le apetecía, pero cuando la kitsune le alejó
con pasos elegantes se vio tentado a seguirla. Siempre podría dar media vuelta
si se encontraba con algún peligro o sus primos irían a buscarle. Ellos habían
crecido en la zona y debían conocerse el bosque palmo a palmo.
-¿A dónde quieres que vaya?- preguntó, poniéndose a su
altura.
-Al Ōmagatoki, por supuesto.
-¿A dónde?
La kitsune volvió la cabeza. Sus ojos rasgados parecían
incrédulos.
-¿No sabes lo que es? ¿De verdad?
-Acabo de llegar de Nueva York, esta es mi segunda noche
aquí. Ni siquiera sé si de verdad estoy hablando contigo, eres un zorro.
Ella soltó un ligero gruñido y le pidió que diera media
vuelta. Ryuu no entendía muy bien por qué se enfadaba si él solo le había
preguntado por algo que no comprendía. Estaba decido a volver a casa, pero
antes de que pudiera dar un solo paso, sintió dos golpecitos suaves en su
hombro. Al girarse pudo descubrir que la kitsune había adquirido forma humana.
Era más o menos de su altura con el cabello corto rojizo, aunque sus bigotes,
ojos y orejas seguían siendo las de un zorro y conservaba su siete colas de
puntas plateadas. Iba vestida con una yukata naranja que se cruzaba en el pecho
y que tenía una puesta de sol bordada en la espalda.
-Encantada de conocerte, me llamo Hikari. No sabía que eras
nuevo por aquí.
Él parpadeó, incrédulo. Alucinaba, sin duda alguna.
-Ryuu. Sí, acabo de llegar a la isla.
-Pues te presentaré a los demás, Ryuu. Aunque no sé si a
todos les caerás bien. Son un poco especiales.
La kitsune le tomó de la mano y le guió hacia el bosque con
entusiasmo mientras él no era capaz de salir de su asombro. No entendía nada de
lo que estaba ocurriendo, no sabía por qué algo así le pasaba a él o si debía
de fiarse de ese espíritu que vagaba por el bosque. Porque no podía ser otra
cosa que uno de esos espíritus de los que le habían hablado sus abuelos y había
leído en su libro. Un yökai.
-¿Dónde dices que vamos?- preguntó, sorteando una piedra con
torpeza. Apenas podía ver nada. El tono anaranjado de la puesta de sol se
perdía entre las copas de los árboles.
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Los yökai eran seres mitológicos que habitaban en las
tierras de sus antepasados. Al parecer eran más fuertes que los humanos, sin
embargo preferían vivir apartados de estos por posibles disputas. Ryuu creía
que debía estar paranoico.
-¿Entonces esto es una broma?
-Ojalá, pero aunque no lo sea me lo estoy pasando muy bien.
Cuidado con la rama, Ryuu.
El chico se agachó justo en el momento preciso en el que iba
a golpearse en la cabeza. Hikari le había conducido hasta un claro del bosque
en el que los últimos rayos del ocaso se colaban tímidamente. En el centro
había una casa de madera decorada con farolillos orientales y con guirnaldas
típicas del país. Todas las luces estaban encendidas. Junto a ella, discurría
un río sobre el que pasaba un puente de madera. Parecía un escenario sacado de
un cuento de hadas.
-Mira, ahí están Emi y Sakura, son las primeras en llegar.
Hikari movió el brazo enérgicamente y otras dos chicas le
saludaron nada más salir de entre los árboles. Si ella tenía rasgos de zorro,
ellas dos lo tenían de tejón y de gato respectivamente. Era increíble, pero
sumamente interesante. Ryuu no pudo despegar sus ojos de ellas, hasta que las perdió de vista tras la casa.
-Emi, la chica que tiene rasgos de tejón, es una mujina y
Sakura, la gatita, es una nekomusume. Las tres somos hengeyökai porque somos
animales que pueden adoptar forma humana. Te caerán muy bien, son muy
graciosas. Y mira, ahí está Yuriko.
Ryuu siguió con la mirada el dedo de Hikari. Yuriko era una
niña de no más de cinco años que estaba sentada en el porche de madera de la
casa del claro. Tenía el pelo corto y oscuro y les miraba con una sonrisa
tierna. Parecía muy amable y dulce. Él no pudo evitar devolverle una sonrisa,
le recordaba a su hermana pequeña.
-Es la guardiana de la casa- Hikari se encogió de hombros-.
Un yökai protector, una Zashiki-Warashi. Es un poco traviesa, como yo. Cambia
las almohadas de sitio, deja pisadas de ceniza por el suelo... lo normal.
-¿Normal?- preguntó, con los ojos como platos. Había oído
historias como de los labios de su padre, pero nunca había creído que fueran
reales.
-Al menos aquí sí. Mira, los kodamas ya han aparecido.
Ryuu se fijo en las ramas y los troncos de los árboles más
cercanos. Sobre ellos había unos hombrecillos pequeños de un color verde
semitransparente. Parecían realmente dulces, como la niña de la casa.
-Son espíritus de los árboles, nada que temer. Mientras no
contamines se llevarán bien contigo. ¿Tratas bien a la naturaleza, verdad Ryuu?
-Todo lo que puedo... Cojo el bus urbano en vez del coche-
murmuró, maravillado por la cantidad de kodamas que le rodeaban y que
iluminaban ligeramente el claro con un aura verdosa.
Hikari le tomó de nuevo de la mano y lo arrastró de
improviso con ella hacia unos matorrales para esconderlo. Le parecía algo
incoherente que hiciera eso cuando era ella misma la que le había llevado hasta
allí, pero como todo era tan extraño, a esas alturas ya no le importaba
demasiado.
-¿Qué es lo que pasa?- preguntó intrigado.
-Un bakeneko, mira.
Ryuu pudo ver un gato de al menos dos metros de pelaje
oscuro que caminaba a dos patas. Iba vestido de la misma forma que lo hacía su
abuelo y fumaba en pipa. Cada vez que pisaba el suelo, este temblaba y se
escuchaba un ruido sordo que hacía que los pájaros de los árboles cercanos
alzaran el vuelo. Estaba llegando al claro desde el lado opuesto al que ellos
se encontraban. Parecía indefenso, pero por el sigilo con el que Hikari estaba
obrando le parecía que su apariencia podría engañar.
-Por suerte por esta zona solo hay uno- murmuró, sin
quitarle el ojo de encima-. Pueden devorar humanos para robarles su identidad.
-¡Todos los años hacer la misma broma, Hikari!- gruño el
gran gato- Tendré cien años pero escucho perfectamente. Tranquilo, hijo. No te
voy a comer.
-Ya me has estropeado la broma, Isao.
-Pues es una broma que no me hace gracia, así que déjala de
una vez.
La kitsune suspiró y Ryuu se sintió abochornado. No parecía
malvado, pero sí que le imponía mucho respeto y no le gustaba la idea de que se
hubiera molestado.
-¿Por qué le gastas esa broma?- preguntó- Deberías pedirle
perdón.
-Bueno, es lo que se dice de ellos. Yo no tengo la culpa de
eso, la gente tenía miedo de que los gatos viejos, gordos y con la cola muy
larga se convirtieran en bakenekos, por eso los abandonaban o bien les cortaban
la cola.
-He visto algunos de esos...- murmuró el chico, recordando
el gato rabicorto que tenía su abuela en casa-. Me parece muy cruel.
De pronto, un niño con una linterna de papel pasó corriendo
al lado del arbusto en el que se encontraban. Parecía bastante normal, salvo
porque usaba de sombrero la tela de un paraguas gastado.
-Ese es Kano. Siempre anda con prisa. Es un Amefurikozō, ya
verás como mañana llueve.
-¿Por qué?- preguntó, siguiendo con la mirada al niño
impaciente que iba de un lado a otro iluminando el claro con su linterna. Los
kodamas parecían saludarle.
-Porque es el encargado de traer la lluvia. Y mira en este
tronco, son las garras de un Raijuu.
Ryuu recorrió con las manos la marca que un rayo había
dejado en la corteza del árbol.
-Esto no son garras- reprochó-. No intentes engañarme otra
vez.
-Son las garras del demonio de las tormentas, niño tonto-
gruñó Hikari-. Da gracias que no venga hoy porque es un espíritu maligno que lo
va destrozando todo cuando se pone nervioso. Seguro que está durmiendo en el
ombligo de algún hombre de las montañas.
-¿En el ombligo?
-Así es. ¿De qué te extrañas?
El chico se encogió de hombros. Hikari tenía razón, todo era
tan raro que el hecho de un yökai durmiera en el ombligo de un hombre tampoco
era para tanto.
-¿Hay más?- preguntó él, mirando a su alrededor.
Poco a poco, las voces de los yökais iban cubriendo el
claro. Isao, el bakeneko, charlaba animadamente con Sakura, la chica gato y con
Yuriko, la niña de la casa de madera. La pequeña estaba acariciando un perro de
pelaje oscuro que no le quitaba la vista de encima. Ryuu estaba convencido de
que era otro yökai y que Hikari le diría de cuál se trataba, pero no fue así.
En vez de eso le llevó hasta el río y siguieron hasta la parte central del
puente. En el agua, el chico pudo ver algunos seres del tamaño de un niño con
cuerpo de rana que se bañaban y jugaban entre ellos. Tenían el cuerpo de color
verdoso repleto de escamas y rostro de tortuga. Además, llevaban un caparazón a
la espalda y sobre sus cabezas tenían una calva llena de agua y rodeada de
cabello verde. Su atención se centró en sus manos y sus pies que tenían
membranas interdigitales que le servían para nadar a toda velocidad. Le
parecieron asombrosos.
-Son kappas. Y mira, debajo del puente hay un par de onis.
Ryuu se inclinó ligeramente para poder ver a los dos yökais
que le indicaba la kitsune. Había leído sobre ellos y sabía que equivalían a
los ogros occidentales. Sin embargo, su cuerpo musculado no era verde, sino
rojo y tenían colmillos afilados y dos cuernos pequeños y puntiagudos sobre su
cabeza. En la mano, cada uno llevaba un bate de hierro. Era mejor no meterse
con ellos ni llamar la atención.
Al otro lado del río, una mujer de enorme belleza que cosía
y cantaba sentada en la orilla captó su atención. No dejaba de mirarle y de sonreírle
de forma tierna, parecía amable. Ryuu sentía la necesidad de ir con ella y
hablarle, tal vez de conocerla un poco más. Era una sensación extraña que salía
de lo más profundo de su ser.
De pronto, Hikari le tapó los ojos y le hizo retroceder poco
a poco hasta que estuvieron de nuevo en la otra orilla, lejos de la mujer.
-¡Ni se te ocurra acercarte! ¡Que no te encandile con su
aspecto! ¡Es un espíritu maligno!- exclamó- Hone-Onna. Era una geisha a la que
traicionaron y mataron. Su prometido la vendió a un burdel y cuando ella quiso
escapar la asesinó y tiró su cuerpo al río. Desde entonces encandila a los
hombres y los lleva a su cama para robarles el alma. ¡No te acerques!
Ryuu asintió, pálido como el mármol. El tono de Hikari
denotaba que no estaba bromeando como de costumbre.
-Vale, vale. No lo sabía, pero no tenías que ser tan brusca.
Puedo andar yo solo sin que me tapes los ojos.
-Por si acaso- gruñó- Vamos con Isao. Quiero burlarme de él
un poco más.
Ryuu miró a su alrededor. Todos los presentes eran yökais,
pero él era el único humano. Quizás Hikari lo había elegido para gastarle una
broma o al final tenían pensado devorarlo, borrarle la memoria o algo parecido.
Su mente volaba entre las miles de posibilidades que había leído en novelas de
fantasía.
-¿Por qué me has traído aquí, Hikari? No veo más humanos.
-Ah...- murmuró-. Me ha faltado un yökai por presentarte.
La kitsune se giró y esbozó una amplia sonrisa mientras
colocaba sus manos a la espalda y agitaba sus siete colas. Al chico le pareció
una actitud algo traviesa.
-Es un Han'yō.
-¿Y donde está?
-Pues es un híbrido entre yökai y humano. Nació como hombre,
pero el espíritu de un antiguo yökai vive dentro de él. Se llama Ryuu, y es un
dragón.
El chico dio un respingo y despertó de golpe. Estaba tumbado
sobre el escritorio de la casa de sus abuelos justo sobre el libro de folclore
que había sacado de la biblioteca. Se revolvió el cabello con energía y se
frotó los ojos. En la calle era de noche y estaba lloviendo a mares. Se había
quedado dormido leyendo, como de costumbre.
Ryuu tomó su móvil y apretó el botón lateral para poder ver
la fecha y la hora. Era su primera noche en Japón, casi de madrugada. Nada de
lo que había soñado era real, ni siquiera la cena en casa de sus tíos lo había
sido. Su subconsciente le había hecho soñar con algo que deseaba vivir y lo
había mezclado con la nueva información sobre yökais. Intentaba recordar el
sueño al completo, pero poco a poco se iba borrando de su memoria. Miró el
libro con detenimiento. El dragón que estaba bordado en el yukata era el mismo
que estaba pintado en la portada. También recordaba algunos de los espíritus,
pero sobre todo el perro al que acariciaba la niña protectora de la casa del
lago. Le picaba la curiosidad y quiso buscarlo. Le parecía haber leído antes
sobre él.
-Inugami- leyó.
Era un espíritu animal usado para llevar a cabo una venganza
por su amo, pero que podía llegar a poseer su cuerpo pasado un tiempo.
Ryuu suspiró. Se sentía ligeramente decepcionado porque el
sueño hubiera sido tan solo una invención suya, pero sabía que algo así no
podía existir. No eran más que cuentos de viejas y mitología nipona. Se levantó
de la silla con lentitud y se dirigió hacia la ventana para cerrarla.
En el edificio de enfrente había un cartel en el que estaba
dibujada la misma puesta de sol que la kitsune llevaba bordada en su yukata.
Era asombroso cómo había mezclado toda esa información en el cerebro.
Cogió la cuerda de la persiana para bajarla, pero cuando
estaba a punto de hacerlo, cambió de opinión. Abrió la ventana de par en par y
sacó la cabeza, aún a riesgo de calarse hasta los huesos. Justo bajo el cartel,
protegiéndose de la lluvia, había un zorro de pelaje rojo y pecho plateado.
Estaba tumbado en el camino de tierra con la cabeza sobre sus patas y la cola
oculta desde donde él podía verlo.
-¿Hikari?- preguntó, incrédulo.
El zorro levantó la cabeza y se removió, mostrando sus colas
rojizas de puntas plateadas. Ryuu las contó varias veces y se pellizco en el
brazo para asegurarse de que no seguía soñando. La kitsune le dedico una
sonrisa y agitó sus siete colas como si fueran un abanico.