El invierno había regresado, como cada año. Los árboles habían perdido sus hojas y arañaban las cristaleras con sus dedos nudosos, movidos por el viento. Las calles estaban desiertas, como la madrugada de un lunes cualquiera. Pero era fin de semana. Sábado. Tal vez domingo. Seis de la tarde. Y la noche ya había caído sobre la ciudad.
Diciembre siempre había sido oscuro y frío, como la muerte. Diciembre, el último mes del año, el último suspiro de un enfermo terminal. Otro año se acababa.
Las luces del local titilaban. Apenas eran capaces de iluminar la sala al completo, pues solo estaban encendidas las que quedaban inmediatamente sobre mi cabeza. La cafetería estaba a punto de cerrar. Pero yo seguía allí, esperando tal vez que el destino quisiera sonreírme, mientras los empleados fregaban el suelo alrededor de mis pies y tosían de vez en cuando para intentar que me sintiera culpable de mi propio comportamiento. Pero no lo iban a conseguir.
El café estaba fuerte, como de costumbre, pero en aquel sitio, envuelto en recuerdo, el sabor era aún más intenso. Aunque nunca sería equiparable a aquel trago amargo, años atrás.
Minutos más tarde, cerré el portátil con fuerza y lo guardé en el maletín. Volvía a salir de allí como hacía cada treinta y uno de diciembre: Sin una respuesta, sin una llamada, de la misma manera en la que había regresado.
Después de eso, siempre me dirigía hacia el pequeño puente que colgaba sobre el río, en el barrio próximo. Volver a casa no me servía de nada, solo para sentir aún más la angustia de un recuerdo incompleto. Prefería sacar mi pequeño cuaderno y apuntar una y otra vez en él cada uno de mis pasos, a modo de diario. Era una pequeña guía para no perderme en mi rutinaria vida, la vida que me había quedado después de tantos años de universidad. Un trabajo insatisfactorio, demasiadas facturas que pagar y un frío helado que me atenazaba el corazón, como aquel café de nuestra despedida.
Me prometiste volver a vernos pronto, tal vez al año siguiente, en aquel mismo sitio. Pero no volviste a aparecer, y quedaste para siempre en mi recuerdo, como un fantasma, como la pieza perdida de un puzzle que nunca se resolvería.
En todo aquel tiempo, había llegado a pensar que todo era culpa mía, por estar en el lugar inadecuado en el momento inadecuado, por haberte conocido. Por dar el primer paso. Por ser incapaz de pasar página, al menos contigo.
Suspiré con pesar y una pequeña nube de vapor se elevó unos centímetros hasta desaparecer. El reloj marcaba la una de la mañana cuando decidí volver a casa. El tiempo, que hasta entonces había avanzado tan lento, quedó congelado cuando te vi ahí, en el otro extremo del puente, mirando el agua con tus ojos cargados de sueños, de metas, de preguntas. Tan vivos como siempre.
Dije tu nombre, casi en un suspiro imperceptible. Y entonces me miraste, y se detuvieron las manecillas del reloj, como siempre que me mirabas de aquella manera tan tuya. El viento, travieso, te revolvió el cabello y jugó con tu abrigo negro.
Con una sonrisa me preguntaste:
-¿Me has echado de menos?