miércoles, 3 de enero de 2018

Bruja.

Jamás me habían asustado los monstruos o las brujas, porque desde que era niña había visto a todas esas criaturas como seres fantasiosos que no tenían cabida en el mundo real. 
Pero aquella noche de invierno, la verdad cobró vida ante mis ojos y me mostró que los monstruos existían, que había vivido siempre rodeada por ellos. Pude ver que no eran frutos de mis pesadillas, sino que eran de carne y hueso e iban vestidos con grandes hábitos blancos. Los monstruos se habían ocultado a mis ojos con sus velos de pureza, con sus máscaras de hombres buenos y piadosos temerosos de Dios. Pero me habían acechado desde las sombras, planeando meticulosamente cómo atentar contra una moral que no comprendían: La mía. La de una bruja. 
Quizá por ser pobre y humilde nadie alzó la voz a modo de protesta, quizá por mi condición de mujer todo fue mucho más sencillo para ellos. Por vivir la vida a mi manera, por no haber aceptado doblegarme ante ellos ni ante ningún hombre, por ser capaz de curar las fiebres y los huesos sin la ayuda divina de Dios. Por todo eso y más, me había condenado a morir en el más terrible de los sufrimientos. Porque el fuego limpiaría mis pecados. O eso era lo que decían los monstruos. 
Había visto a muchas otras brujas arder desde que había llegado al mundo dieciséis primaveras antes de que me hubieran condenado. Nunca las había culpado por lo que eran. Creo que en el fondo de mi corazón siempre había sabido que su pecado no era merecedor de tal atrocidad. Y en ese momento, en el que iban a quemarme viva, podía estar segura de que había estado en lo cierto. 
Ninguna bruja se había salvado de las llamas ante mis ojos. Ninguna de las que ahora consideraba mis compañeras en aquel duelo había estado de lado del Maligno, y todas habían muerto en la Gracia de Dios. Al igual que sentenciarían una vez descolgaran mi cadáver calcinado del poste en el que me habían amarrado. Pero para mí, la vida eterna no tenía ningún sentido. No tan pronto. 
Quizá, esa era otra de las razones de mi condena. Amaba la vida, y temía a la muerte, amaba la libertad y la naturaleza. Me angustiaba ver a cualquier forma de vida dejar este mundo terrenal del que ellos renegaban y no adoraba a Dios en su gran jaula de piedra, madera labrada y oro. Quizá se debía a que también adoraba a los hombres y a las mujeres, criaturas que Dios había creado libres y que libres debían morir.  
Los monstruos no estaban de acuerdo con mi forma de ver la creación de Dios, y tampoco estaban de acuerdo con mi forma de ejercer la libertad y los dones que Dios me había otorgado. Pensaba tan diferente a ellos que me consideraban peligrosa, aunque yo jamás hubiera sido capaz de matar ni a una mosca.
Por eso iban a quemarme, por eso no merecía vivir. 
El verdugo encendió la hoguera justo bajo mis pies. Otro monstruo enmascarado y vestido de negro que vivía a costa de la muerte y le lavaba las manos y la conciencia a los monstruos que se disfrazaban de falsa divinidad. 
No podría decir qué era peor, si el calor sofocante que estaba a punto de alcanzar mi piel aún joven o el humo ennegrecido que se colaba en mi garganta y no me permitía respirar. O la angustia de una vida que tocaba a su fin por culpa de unos monstruos que tenían el poder de decidir el destino de los pobres que no habían temido la furia de Dios, sino que habían amado a su creador a su manera. Como yo. 
No sé si miré el cielo buscando una bocanada de aire o quizá lo hice esperando un milagro, a pesar de que en el fondo de mi alma sabía que nunca llegaría a salvarme. 
Estaba perdida, había firmado mi sentencia de muerte, y tan solo esperaba que en el final de sus días a aquellos monstruos se les juzgara como a mí se me había juzgado y que ardieran para siempre en las llamas del Infierno. Tan solo esperaba que Dios no se apiadara de unas almas que habían manchado su nombre con mi sangre y con la de tantas mujeres y hombres a lo largo de los años. Esperaba que tarde o temprano hubiera justicia y las voces que no se habían alzado para detener mi muerte cantaran a coro para destruir los privilegios de aquellos asesinos. 
Nuestros asesinos.