Ya habían transcurrido varios meses desde que la mayoría de los judíos y árabes se marcharan de la isla. Uno a uno, habían abandonado sus hogares, cargados con fardos repletos de enseres personales, recuerdos y nostalgia. Habían decidido que su fe estaba por encima de su vida aquí, en una tierra que en poco tiempo acabaría siendo territorio exclusivo de los cristianos. Mi madre me confesó que nosotros también nos habríamos marchado si hubiéramos podido, pero mi abuela no tenía fuerzas suficientes para aguantar un viaje tan largo y mi hermana pequeña llevaba casi un año debilitada por una enfermedad de la sangre. Además, sin un hombre en la familia, aunque mi madre fuera una viuda de armas tomar, no llegaríamos muy lejos.
—Jael, apártate de ahí y ven a comer —ordenó mi madre, sentada en su pequeña silla desvencijada, junto a la única mesa de nuestra vivienda.
Yo asentí rápidamente y obedecí. Era consciente de que mi madre no quería que viera cómo los soldados de los nuevos reyes conquistadores expulsaban a nuestros vecinos. Ellos, como nosotros, decidieron quedarse, pero no habían demostrado su conversión. Había sido cuestión de tiempo que los cristianos, temerosos de su propias creencias, los denunciaran.
—¿No los vamos a ayudar? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Come y calla —espetó mi abuela. Estaba tensa y tenía las manos entrelazadas en el regazo. En voz baja, rezaba—. No me mires más y empieza a comer.
Durante aquel almuerzo, nadie se atrevió a pronunciar una sola palabra. Teníamos un nudo en la garganta, nuestras manos temblaban y apenas éramos capaces de probar bocado mientras escuchábamos los golpes y los gritos de la casa de al lado. Los soldados lanzaban insultos tanto al matrimonio joven como a sus dos hijos. Los sacaron de la casa arrastras y buscaron los libros sagrados, pruebas irrefutables de que aquella familia era judía y no cristina. Sin embargo, no encontrarían nada. Yo me había encargado de quemar los libros a escondidas junto a Ruth, su hija mayor.
—¿Y si vienen aquí? —me atreví a preguntar.
—No vendrán —aseguró mi madre. Ella había empezado a darle de comer a Ester—. Me he encargado de que no sospechen de nosotros.
Desde que los nuevos reyes hubieran ordenado la expulsión de los judíos de todo el reino, mi madre se puso manos a la obra, comprando cerdo para preparar diferentes alimentos que luego daba a los perros y pidiendo que nos bautizaran a todos, ya que un poco de agua no podía hacernos daño. Nuestros vecinos, tanto judíos como musulmanes y cristianos, la habían criticado e incluso habían llegado a insultarla y a agredirla, pero ella no se había dado por vencida. Sabía mejor que nadie que marcharse significaría perder a su madre y a su hija y no estaba dispuesta a ello, como tampoco estaba dispuesta a perder su hogar. Mi madre confiaba en nuestro dios. Elohim entendería su sacrificio y perdonaría sus pecados. Elohim era compasivo y benevolente.
De pronto, se escucharon algunos golpes en la puerta. Mi abuela dio un respingo en la silla e inmediatamente dejó de rezar. Ester se hizo un ovillo en su lecho y mi madre dejó a un lado el plato de sopa. Ella, me indicó con la cabeza que abriera. Ya no se escuchaban gritos, golpes, ni voces, tan solo un llanto constante de dos niñas. Los soldados habían acabado en la casa de nuestros vecinos.
—Aparta — espetó el soldado, de rostro oscuro y áspero, cuando abrí la puerta—. ¿Esta también es casa de judíos?
—Ya no —contestó mi madre. Tenía la mirada fija en el rostro del hombre—. Aceptamos a Dios, nuestro Señor, hace algunos años.
—Seguro... —murmuró el soldado, revisando la mesa en la que estábamos comiendo— Qué curioso. No veo ni un solo pedazo de cerdo, pero sí cordero.
—Es difícil dejar algunas costumbres, pero creo que puedo demostrarlo.
Mi madre dejó a Ester sola en el lecho y se encaminó lentamente y con la espalda muy recta hasta la despensa.. Con ambas manos, tomó un pequeño plato de barro cubierto por un trapo de tela fino y lo depositó sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó el soldado.
Mi madre retiró la tela. Sobre el plato, había un dulce grande, trenzado, anaranjado y esponjoso.
—Es una bulema —contestó ella, con una sonrisa—, pero con saim, que quiere decir manteca de cerdo. Tengo más ahí, mi madre las hace para todo el pueblo. ¿Quiere un pedazo para comprobarlo?
El soldado asintió. Estaba hambriento y un pedazo de aquel dulce se le hacía irresistible.
—¿Y por qué cogéis vosotros también? —preguntó, una vez lo tuvo en su poder.
Mi madre asintió. Cortó con cuidado su propio pedazo y lo compartió con mi abuela. Era la única forma de demostrar que habían abandonado sus creencias, comer un alimento prohibido por la Torah. Ambas se miraron, cómplices, antes de cometer aquel pecado.
—¿Qué hay de los niños? —preguntó el soldado, mientras se limpiaba la comisura de los labios con los dedos. Había comprobado en su paladar que mi madre no mentía—. No me gustaría que se quedaran sin probar algo tan delicioso.
—Mi hija no puede comerlo. Está enferma —dijo mi madre, rápidamente. No quería que nosotros nos convirtiéramos también en pecadores. Confiaba en Elohim, pero prefería no tentar a la suerte y condenar nuestra alma.
—Entonces el chico.
Fue la primera vez que vi a mi madre dudar. No sabía cómo debía de intervenir para que yo no probara ni un solo bocado de aquel alimento prohibido y a la vez librarse de un castigo terrible por fingir nuestra conversión y tomar el nombre de Dios en vano. Sin embargo, fui yo el que tomó la decisión por ella. Cogí un buen pedazo de la bulema y me lo comí sin ningún remordimiento. Mi madre y mi abuela creían fielmente en las creencias de su pueblo, pero yo no. Me había criado en una isla en la que convivían tres religiones diferentes, había aprendido de las tres y había renegado de todas ellas. ¿Cómo podía estar en lo cierto al afirmar cuál verdadera? ¿Cómo podía saber que aquella que se me había inculcado desde el nacimiento era la correcta? Creía en Elohim y su palabra, pero no al nivel de mi familia, así que no podía sentirme tan culpable.
El soldado me miró, orgulloso, esbozó una sonrisa y se marchó por donde había venido, cerrando la puerta a sus espaldas. Inmediatamente, mi madre me abrazó, llorando. Yo la abracé también, mientras mi abuela rezaba. Ambas eran dos personas increíbles, capaces de sacrificar su alma por el bien de los suyos y por no perder a nadie en el camino a un exilio injusto o bajo la hoja de algún soldado cristiano, como habían muerto mi padre y mi abuelo muchos años atrás. A nuestra familia le había tocado vivir tiempos oscuros y si lo único que debíamos hacer para sobrevivir era aprendernos otras enseñanzas, asistir a los oficios y comer bulema con saim mientras adorábamos en secreto a Elohim, lo haríamos.