En el claro, en lo más profundo del bosque, una silueta femenina se recortaba contra la luz de la luna. La chica de piel pálida y largos cabellos negros, estaba sentada con las piernas cruzadas y tenía la cabeza baja. Miraba hacia el suelo, donde descansaban los restos de varios conejos, con los ojos amarillos muy abiertos. Sus manos, que eran sus únicas armas, estaban teñidas de sangre, así como su pecho desnudo y sus labios. Jadeaba. Aún necesitaba más alimento.
Una gata negra emergió entonces de entre las sombras. Su paso era elegante y altivo. Ella siempre había sido la más orgullosa de las tres hermanas.
—Tranquilízate, Edwina —dijo la gata, sentándose sobre sus cuartos traseros—. No podemos dejarnos vencer por la tentación de la sangre.
Ante los ojos rabiosos de Edwina, su hermana Endora volvió a su forma humana. El pelo negro fue reemplazado por una piel suave, fina y blanca como el marfil, los ojos rasgados se convirtieron en pupilas humanas, sus orejas bajaron y se redondearon y las garras se volvieron largas y delicadas uñas humanas. Lo que Edwina siempre había envidiado de Endora era su gran capacidad para transformarse en animal y en ser humano, a conciencia y sin dolor, durante la noche de las bestias. Ella, una vez dejaba atrás su cuerpo de cuervo, no podía volver a él hasta que llegaba la luz del día. De alguna manera, la maldición las había afectado de forma diferente.
—Deberías saber que no es tan fácil, querida hermana. —La voz de la chica, con cada año que pasaba, se volvía más gutural, menos humana—. Tú no entiendes lo que es el hambre.
—Por supuesto que sí. Yo, como vosotras, tampoco puedo alimentarme más que esta noche. Sin embargo, no quiero perder la poca razón que me queda.
Edwina gruñó. Su hermana mayor aún conservaba el temple que había tenido más de cincuenta años atrás y también su juventud y belleza. Ella, por el contrario, con cada transformación, se encorvaba más y más. Sus manos, con el paso del tiempo, se asemejaban a garras deformadas en lugar de a las manos delicadas de la chica de veinte años que era cuando la maldijeron. El proceso era lento, pero constante. Quizás en otros cincuenta años no pudiera volver a transformarse en humana o tal vez estuviera condenada a vivir como un monstruo deforme el resto de la eternidad.
—No pienses en eso —dijo Endora, sacándola de golpe de sus pensamientos—. No has hecho nada tan malo para acabar así. No has transgredido ninguna norma.
—Ya lo hice. Las tres lo hicimos. Por eso estamos malditas. Jugamos con fuego y nos quemamos. Tentamos al diablo y él nos castigó.
Endora se culpaba a diario por no haber sido capaz de reconocer a tiempo los huesos humanos y por no ser lo suficientemente experta como para detener el ritual correctamente. Ella había interrumpirlo el proceso de forma abrupta y las había condenado a vivir en el cuerpo de un animal durante toda la eternidad, pero había conseguido salvar sus almas de las garras del diablo. A causa de la maldición, ella había acabado atrapada en el cuerpo de un gato, Edwina en el de un cuervo y Evelyn en el de una serpiente. Suyos eran ahora los huesos que Evelyn había encontrado en el bosque junto a los huesos humanos y el castigo de volver a un cuerpo humano para alimentarse de sangre tan solo una vez al año durante el resto de la eternidad. La única norma que no podían transgredir, era la de hacer daño a alguien de su misma especie.
—No me refiero al ritual —explicó Endora, tranquilamente—. Me refiero a que solo le hiciste un rasguño.
—¡Y por eso me estoy convirtiendo lentamente en un monstruo! —exclamó Edwina.
La chica, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Años atrás había herido a un niño sin querer, con la única intención de salvarlo de Evelyn, de su querida Evelyn, la más implicada en el ritual, la más afectada por la maldición y la más hambrienta. Su hambre era proporcional a su implicación en el ritual.
Se escuchó entonces el tintinear de unas cadenas. Las dos hermanas guardaron silencio y se volvieron hacia la oscuridad del bosque con los ojos muy abiertos. El sonido se acercaba y, poco a poco, se podían distinguir los pesados pasos que acompañaban a aquel suave murmullo. A medida que se acercaba al claro, la luz de la luna comenzó a iluminar a la figura bípeda, negruzca y abultada que había perdido su forma humana. Aquel ser, tan solo conservaba algunos cabellos negros en la que antes fue su cabeza, tenía los ojos hundidos y los dientes le sobresalían en las mandíbulas desencajadas, sanguinolentos y babeantes. En lo que antes habían sido unas muñecas frágiles, estaban incrustados unos grilletes de metal que arrastraban algunas cadenas rotas. Aquel engendro, respiraba con dificultad y tenía el cuerpo cubierto de pústulas que supuraban un líquido verdoso y mal oliente.
Endora y Edwina, atemorizadas, no movieron un solo músculo. Evelyn, o lo que quedaba de ella, no solo había roto las cadenas y escapado de la cueva en la que estaba presa, sino que había probado la sangre y traía alimento para ellas también.
El monstruo, arrastró del cabello suave y brillante, hasta el claro, los cuerpos destrozados de dos niñas de no más de ocho años y esbozó como pudo una sonrisa. Desde su primera noche como maldita el alimento favorito de Evelyn habían sido los niños humanos. Ella había aceptado con gusto su castigo, había aceptado perder su humanidad a cambio de saciar su hambre y deseaba que sus hermanas también pudieran saciar la suya.