sábado, 31 de octubre de 2020

La noche de las bestias

En el claro, en lo más profundo del bosque, una silueta femenina se recortaba contra la luz de la luna. La chica de piel pálida y largos cabellos negros, estaba sentada con las piernas cruzadas y tenía la cabeza baja. Miraba hacia el suelo, donde descansaban los restos de varios conejos, con los ojos amarillos muy abiertos. Sus manos, que eran sus únicas armas, estaban teñidas de sangre, así como su pecho desnudo y sus labios. Jadeaba. Aún necesitaba más alimento. 

Una gata negra emergió entonces de entre las sombras. Su paso era elegante y altivo. Ella siempre había sido la más orgullosa de las tres hermanas. 

—Tranquilízate, Edwina —dijo la gata, sentándose sobre sus cuartos traseros—. No podemos dejarnos vencer por la tentación de la sangre. 

Ante los ojos rabiosos de Edwina, su hermana Endora volvió a su forma humana. El pelo negro fue reemplazado por una piel suave, fina y blanca como el marfil, los ojos rasgados se convirtieron en pupilas humanas, sus orejas bajaron y se redondearon y las garras se volvieron largas y delicadas uñas humanas. Lo que Edwina siempre había envidiado de Endora era su gran capacidad para transformarse en animal y en ser humano, a conciencia y sin dolor, durante la noche de las bestias. Ella, una vez dejaba atrás su cuerpo de cuervo, no podía volver a él hasta que llegaba la luz del día. De alguna manera, la maldición las había afectado de forma diferente. 

—Deberías saber que no es tan fácil, querida hermana. —La voz de la chica, con cada año que pasaba, se volvía más gutural, menos humana—. Tú no entiendes lo que es el hambre. 

—Por supuesto que sí. Yo, como vosotras, tampoco puedo alimentarme más que esta noche. Sin embargo, no quiero perder la poca razón que me queda. 

Edwina gruñó. Su hermana mayor aún conservaba el temple que había tenido más de cincuenta años atrás y también su juventud y belleza. Ella, por el contrario, con cada transformación, se encorvaba más y más. Sus manos, con el paso del tiempo, se asemejaban a garras deformadas en lugar de a las manos delicadas de la chica de veinte años que era cuando la maldijeron. El proceso era lento, pero constante. Quizás en otros cincuenta años no pudiera volver a transformarse en humana o tal vez estuviera condenada a vivir como un monstruo deforme el resto de la eternidad. 

—No pienses en eso —dijo Endora, sacándola de golpe de sus pensamientos—. No has hecho nada tan malo para acabar así. No has transgredido ninguna norma. 

—Ya lo hice. Las tres lo hicimos. Por eso estamos malditas. Jugamos con fuego y nos quemamos. Tentamos al diablo y él nos castigó. 

Endora dejó escapar un ligero suspiro. Hacía cincuenta años, Evelyn, su hermana pequeña y aún una aprendiz de bruja muy inexperta, tuvo la brillante idea de probar un ritual nuevo usando algunos huesos animales. Ella misma se había encargado de traerlos del bosque y los había colocado meticulosamente junto a sus cristales favoritos y unas velas de colores. Endora, que conocía las dificultades de usar catalizadores biológicos, se negó en rotundo a participar, pero Edwina estuvo entusiasmada con la idea. Ambas hermanas, Evelyn y Edwina, siempre inseparables, se sentaron en el suelo, trazaron un círculo con sal y comenzaron con el ritual, mientras Endora las miraba desde lejos. En poco tiempo, lo que comenzó como un juego, se convirtió en un experimento perverso que Evelyn no fue capaz de controlar. 

Endora se culpaba a diario por no haber sido capaz de reconocer a tiempo los huesos humanos y por no ser lo suficientemente experta como para detener el ritual correctamente. Ella había interrumpirlo el proceso de forma abrupta y las había condenado a vivir en el cuerpo de un animal durante toda la eternidad, pero había conseguido salvar sus almas de las garras del diablo. A causa de la maldición, ella había acabado atrapada en el cuerpo de un gato, Edwina en el de un cuervo y Evelyn en el de una serpiente. Suyos eran ahora los huesos que Evelyn había encontrado en el bosque junto a los huesos humanos y el castigo de volver a un cuerpo humano para alimentarse de sangre tan solo una vez al año durante el resto de la eternidad. La única norma que no podían transgredir, era la de hacer daño a alguien de su misma especie. 

—No me refiero al ritual —explicó Endora, tranquilamente—. Me refiero a que solo le hiciste un rasguño. 

—¡Y por eso me estoy convirtiendo lentamente en un monstruo! —exclamó Edwina. 

La chica, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Años atrás había herido a un niño sin querer, con la única intención de salvarlo de Evelyn, de su querida Evelyn, la más implicada en el ritual, la más afectada por la maldición y la más hambrienta. Su hambre era proporcional a su implicación en el ritual. 

Se escuchó entonces el tintinear de unas cadenas. Las dos hermanas guardaron silencio y se volvieron hacia la oscuridad del bosque con los ojos muy abiertos. El sonido se acercaba y, poco a poco, se podían distinguir los pesados pasos que acompañaban a aquel suave murmullo. A medida que se acercaba al claro, la luz de la luna comenzó a iluminar a la figura bípeda, negruzca y abultada que había perdido su forma humana. Aquel ser, tan solo conservaba algunos cabellos negros en la que antes fue su cabeza, tenía los ojos hundidos y los dientes  le sobresalían en las mandíbulas desencajadas, sanguinolentos y babeantes. En lo que antes habían sido unas muñecas frágiles, estaban incrustados unos grilletes de metal que arrastraban algunas cadenas rotas. Aquel engendro, respiraba con dificultad y tenía el cuerpo cubierto de pústulas que supuraban un líquido verdoso y mal oliente. 

Endora y Edwina, atemorizadas, no movieron un solo músculo. Evelyn, o lo que quedaba de ella, no solo había roto las cadenas y escapado de la cueva en la que estaba presa, sino que había probado la sangre y traía alimento para ellas también. 

El monstruo, arrastró del cabello suave y brillante, hasta el claro, los cuerpos destrozados de dos niñas de no más de ocho años y esbozó como pudo una sonrisa. Desde su primera noche como maldita el alimento favorito de Evelyn habían sido los niños humanos. Ella había aceptado con gusto su castigo, había aceptado perder su humanidad a cambio de saciar su hambre y deseaba que sus hermanas también pudieran saciar la suya. 


martes, 13 de octubre de 2020

Negro

La Sujeto Número 22 había nacido y crecido entre las cuatro acolchadas paredes de la habitación a la que debía su nombre. Se trataba de una niña sana, de piel pálida, rubia, alta, delgada y muy inteligente para su edad. A pesar del confinamiento permanente en el que vivía desde su primer minuto de vida, había demostrado reaccionar perfectamente a todos los estímulos a los que se la había sometido, pensaba con lógica y resolvía rápidamente los problemas que se le planteaban con el conocimiento que aprendía cada tres días. En menos de una semana, podía resolver varios problemas de matemáticas complejos y leer un par de libros. En el último ensayo, descubrimos que se había confeccionado un vestido blanco ella misma, tan solo con una tela blanca, aguja e hilo del mismo color, siguiendo un patrón que le habíamos proporcionado. Era fascinante verla en acción, casi hipnotizante. Ejecutaba cada movimiento con una precisión excelente y su concentración era total. Durante horas, podía permanecer con la mirada gris clavada en el papel y sin hacer un solo cálculo con el lápiz, dar el resultado correcto. La Sujeto Número 22 era perfecta, hasta que se nos ocurrió estudiar qué ocurriría si entraba en contacto con El Sujeto Número 20. 

Nunca podré olvidar aquel día lluvioso en el que los trasladamos en camillas blancas. Ambos estaban sedados. Así serían incapaces de recorrer el camino que les llevaría de vuelta a sus habitaciones empleando su extraordinaria inteligencia. El Sujeto Número 20 fue el primero en despertar. Sus intensos ojos de color café no tardaron en reparar en La Sujeto Número 22. Se acercó a ella con timidez, mientras se acariciaba el cabello oscuro con la punta de los dedos. La observaba con detenimiento, incluso olisqueaba el aire, tal y como hubiera hecho un animal. El Sujeto Número 20 había crecido apartado de toda lógica, de las matemáticas, y del lenguaje. Su única forma de expresión habían sido los pinceles, los lienzos y los colores. Él, al contrario  que La Sujeto Número 22, no era capaz de razonar, no había adquirido los conocimientos necesarios. Sin embargo, sí que sabía expresarse a través del arte, de los sonidos y la percusión. En ese sentido, también era perfecto. Un ser creativo al completo, sin limitaciones lógicas. Un éxito rotundo. 

En el momento en el que La Sujeto Número 22 recuperó la consciencia, gritó. Era la primera vez en su vida que tenía contacto con alguien como El Sujeto Número 20. Su piel negra, sus ojos oscuros y su increíble musculatura le eran extraños. Olía a pintura y a sudor y ella lo miraba con desagrado. Ni siquiera se reconoció en él hasta que vio sus manos, idénticas a las suyas, completamente funcionales, sus piernas, su cuello y la forma de su rostro, tan similares a las que ella percibía en su propio ser a pesar de nunca haber visto su reflejo en un espejo. Después del primer reconocimiento, ella trató de hablarle, pero él no entendía una sola palabra y ella miraba sus intentos inútiles de comunicarse mediante colores con una ceja levantada. Cada uno de ellos había establecido su propio sistema de comunicación con los monitores que utilizábamos para enseñarles las aptitudes que queríamos que desarrollaran, así que teníamos la teoría de que aquellos dos seres perfectos, lógica y creatividad puras, jamás se entenderían. 


El experimento siguió adelante durante algunos meses. Los dos sujetos parecían rehuirse a pesar de la evidente fascinación que sentían por el trabajo del otro y, aunque parecían encontrarse cómodos, no consiguieron entablar conversación durante aquel tiempo. A los pocos días, dimos por terminada la experiencia. Teníamos la prueba definitiva de que el ser humano podía vivir desarrollando todo su potencial lógico o creativo sin ninguna consecuencia para la sociedad ya que parecían respetarse a pesar de no entenderse. 

Ambos sujetos volvieron a sus habitaciones, al aislamiento que habían mantenido desde niños y fueron observados durante varias semanas sin que se apreciaran cambios significativos. Después de aquello, los otros investigadores se olvidaron de ellos, pero yo no pude evitar sentir curiosidad por su evolución. En su comportamiento a largo plazo podrían residir claves importantes que nos enseñaran algo más de la naturaleza humana por más que mis colegas se negaran. Por esa razón, durante una de mis guardias nocturnas, me deslice hasta el control de la habitación número 22. La Sujeto Número 22 aún no estaba dormida, sino que tenía las piernas sobre el colchón y utilizaba uno de los pinceles que le habíamos proporcionado después de sus visitas al Sujeto Número 20. Las cerdas y parte de la virola del pequeño instrumento estaban manchadas de pintura negra, la misma que repartía sobre la piel de sus manos poco a poco, con movimientos precisos y metodológicos. Fascinado, la observé durante varios minutos, mientras la pintura llegaba hasta sus codos y ella comenzaba a repasar su mejilla con el pincel, dejando un rastro negro por su rostro inmaculado. No pude evitar acercarme a la consola y teclear unas preguntas. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué haces esto?

Al escuchar el pitido de la computadora, La Sujeto Número 22 se acercó hasta el teclado y escribió con una precisión absoluta: Lo necesito. Necesito mi otra mitad. Mi complementario. Lo que el negro es al blanco y la creatividad a la lógica. No sé cómo he vivido tantos años apartada de una parte tan importante de mí misma. Nunca he estado completa. 

Tragué saliva. Jamás hubiera esperado un comportamiento así de ella. Volví a escribir: No sé por qué dices eso. Eres perfecta. 

Ella le dedicó una ligera sonrisa al monitor antes de responderme: Ahora sí lo soy.