miércoles, 2 de octubre de 2019

Oscuridad


¿Cómo podría definir esto que siento? ¿Vacío? ¿Inexistencia? ¿Insignificancia? ¿Es que acaso siento algo? ¿Es que acaso a alguien le importa?
Este hueco es demasiado grande, pero es eso, un hueco lleno a rebosar de angustia y miedo, un peso que me hunde, que me atenaza como una garra helada el corazón. ¿Debería hacer algo para cambiar lo que soy? ¿Es que acaso tengo algo malo? ¿Hay algo que no está bien en mí?
Risas. Vergüenza. El tirón de unas manos invisibles que quieren arrastrarme bajo tierra. Mis propios pensamientos. El dolor, la desconfianza, la falta de autoestima, la culpa. Todo me quema hasta que no quedan de mí más que cenizas que reptan, arrastrándose, hasta que no puedo respirar. Ya ni el sueño me consuela, las pesadillas me atormentan y se reflejan en mis ojos hundidos y mis ojeras kilométricas. La vida me pesa. ¿Estaré perdiendo la cabeza?
Siento en el pecho un vacío. Quizás el vacío sea la solución. Camino al borde del abismo, con los brazos alzados para mantener el equilibrio. Un paso en falso y todo se acabó. Metros y metros de nada, de vacío, ese vacío que tengo tan dentro.
Valgo tan poco… no valgo nada. ¿Qué pasaría si desapareciera para siempre? Sería tan fácil dar un paso fuera de la línea, sentir el viento en mi cabello, en el rostro, antes de desaparecer. Quizá sea tan placentero como dormir toda la noche del tirón. Quizás…
Otro paso correcto. Uno detrás de otro. La línea de mi cordura es la línea que me separa del precipicio de la locura, de hacer algo incorrecto, pero tan atractivo, tan fácil… Al fin y al cabo, a quién le importa.
Veo una luz, los faros de un coche de motor ronco. Lo conozco. Nunca olvido un sonido familiar. Se cierra la puerta del conductor a mis espaldas, con un golpe seco. Unos pasos apresurados se acercan a mí, se acercan al precipicio, a la oscuridad insondable. Me vuelvo y veo sus ojos aguados, sus ganas de agarrarme y hacerme entrar en razón, a golpes de ser necesario. Me tiende su mano con una sonrisa cálida tras las lágrimas. Quizás sí que le importa a alguien después de todo.
Las manos muertas que me arrastran se retiran, se disipan. Los faros del coche han desterrado las tinieblas. La luz de sus ojos ha apartado esa oscuridad, aunque sea momentáneamente. Cojo su mano tibia y tira de mí. Me reprocha y me grita, pero me abraza. No le culpo. No tiene la culpa. Soy una persona irresponsable y egoísta.
Me ayuda a entrar en el coche y volvemos a casa por la carretera desierta. A casi nadie le gusta conducir de madrugada.  Habla para que mi cabeza esté ocupada, pero yo sigo pensando en el precipicio. La oscuridad volverá tarde o temprano, como hace siempre. Algún día no podrá salvarme. Le dolerá, pero todo acaba curando. Todos somos reemplazables, más aún una pieza que nunca ha encajado. Sonrío. Al fin y al cabo, a quién le importa una pieza rota.

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