Corremos todo lo rápido que
nuestras piernas magulladas nos lo permiten. Están a punto de darnos caza.
Prácticamente estamos acorralados.
León tira de mi mano. Se ha
percatado de que no me quedan fuerzas para seguir escapando. No soy precisamente
la persona más entrenada de la ciudad. Él en cambio, ha crecido en la jungla de
cemento, acero y humo que nos rodea. Él se conoce los callejones como la palma
de su mano.
Los callejones de la ciudad se
pliegan sobre sí mismos, como la larga cola de una serpiente. Se retuercen a
una velocidad vertiginosa. Quieren atraparnos. Apenas podemos respirar. Nos
pisan los talones. Si nos atrapan nos darán una paliza de muerte.
—¡Vamos!
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Giramos varias veces. No sé por
dónde vamos, pero él sí. Sus ojos oscuros pasan de una esquina a otra, trazando
la ruta correcta. Su cuerpo se mueve como el de una gacela, pero en su mirada está
la furia del animal con el que comparte nombre desde que llegó al mundo.
—Nos van a matar —digo,
prácticamente sin aliento.
León ríe con una carcajada. ¿Cómo
puede reír en un momento como este?
Con un movimiento rápido entramos
en un callejón completamente oscuro. No veo nada. No hay un solo tubo de neón
que ilumine la zona. Estamos a solas con nuestros sentidos. Escucho la
respiración agitada de León. Su mano sudorosa apretada con fuerza a la mía.
Casi puedo oír el latido de su corazón. Y los pasos que resuenan a nuestra
espalda.
León tira de nuevo de mí. Tropiezo
con algo que se interpone en mi camino. Él me levanta antes de llegar a caer.
No he gritado. No quiero que nadie nos descubra.
Se escucha una bisagra oxidada a
mi espalda. Los pasos pasan y contengo la respiración. Me refugio entre los
brazos de León, esperando que pase todo. Él ha contenido el aliento y aprieta
sus manos sobre mi espalda. Que no nos descubran, Dios mío.
Se oyen gritos a lo lejos. Los
pasos salen de nuevo corriendo en otra dirección.
—¿Estamos a salvo? —preguntó, con
voz trémula. Me tiembla todo el cuerpo.
León me suelta lentamente, solo
con uno de sus brazos. Enciende una pequeña luz, cálida y tenue, sobre nuestras
cabezas. Es la única bombilla que existe para iluminar el
pequeño recibidor de paredes desconchadas y escaleras empinadas y ruinosas en
el que nos encontramos.
—¿Ha estado bien, eh? —pregunta
riendo. Aún jadea. Necesita recuperar el aliento.
Le miro, con el ceño fruncido,
pero él está feliz por haber escapado. Yo también. Tiene una ceja partida y
sangre en la comisura de los labios. Había recibido un par de puñetazos y
alguna que otra patada. Su ropa estaba sucia y arrugada. Se había llevado la
peor parte.
Yo también tenía el labio reventado.
Un solo golpe habría bastado para noquearme.
León repasa con las yemas de sus
dedos mi herida. Sus ojos oscuros, salvajes, están clavados sobre los míos y
luego se dirigen a mis labios. Nuestros corazones aún no están tranquilos. Se inclina
ligeramente. Y entonces nos besamos. Como si aún fuéramos unos críos, como si
nada hubiera pasado entre nosotros, como si al mundo no le importase lo que
pasara con dos personas como nosotros.
—Vamos arriba —murmura.
Y entonces despierto. Recuerdo
que me esperas en casa. Que no sabes nada de esto. Que no estoy haciendo lo correcto.
No debería estar aquí. No debería estar con León a solas.
—Tengo que irme…
Él asiente, pero me acompaña
hasta un lugar seguro. Casi hasta la puerta de casa. Se despide de mí. Parece
triste, pero ya se le pasará. Sabe tan bien como yo que esto no puede ser.
Su mirada me persigue hasta que
la puerta del apartamento se cierra. Solo entonces, la presión que siento
desaparece. El instinto animal se apaga, hasta que él vuelva a estar cerca.
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