jueves, 3 de octubre de 2019

Salvaje


Corremos todo lo rápido que nuestras piernas magulladas nos lo permiten. Están a punto de darnos caza. Prácticamente estamos acorralados.

Los callejones de la ciudad se pliegan sobre sí mismos, como la larga cola de una serpiente. Se retuercen a una velocidad vertiginosa. Quieren atraparnos. Apenas podemos respirar. Nos pisan los talones. Si nos atrapan nos darán una paliza de muerte.
—¡Vamos!
León tira de mi mano. Se ha percatado de que no me quedan fuerzas para seguir escapando. No soy precisamente la persona más entrenada de la ciudad. Él en cambio, ha crecido en la jungla de cemento, acero y humo que nos rodea. Él se conoce los callejones como la palma de su mano.
Giramos varias veces. No sé por dónde vamos, pero él sí. Sus ojos oscuros pasan de una esquina a otra, trazando la ruta correcta. Su cuerpo se mueve como el de una gacela, pero en su mirada está la furia del animal con el que comparte nombre desde que llegó al mundo.
—Nos van a matar —digo, prácticamente sin aliento.
León ríe con una carcajada. ¿Cómo puede reír en un momento como este?
Con un movimiento rápido entramos en un callejón completamente oscuro. No veo nada. No hay un solo tubo de neón que ilumine la zona. Estamos a solas con nuestros sentidos. Escucho la respiración agitada de León. Su mano sudorosa apretada con fuerza a la mía. Casi puedo oír el latido de su corazón. Y los pasos que resuenan a nuestra espalda.
León tira de nuevo de mí. Tropiezo con algo que se interpone en mi camino. Él me levanta antes de llegar a caer. No he gritado. No quiero que nadie nos descubra.
Se escucha una bisagra oxidada a mi espalda. Los pasos pasan y contengo la respiración. Me refugio entre los brazos de León, esperando que pase todo. Él ha contenido el aliento y aprieta sus manos sobre mi espalda. Que no nos descubran, Dios mío.
Se oyen gritos a lo lejos. Los pasos salen de nuevo corriendo en otra dirección.
—¿Estamos a salvo? —preguntó, con voz trémula. Me tiembla todo el cuerpo.
León me suelta lentamente, solo con uno de sus brazos. Enciende una pequeña luz, cálida y tenue, sobre nuestras cabezas. Es la única bombilla que existe para iluminar el pequeño recibidor de paredes desconchadas y escaleras empinadas y ruinosas en el que nos encontramos.
—¿Ha estado bien, eh? —pregunta riendo. Aún jadea. Necesita recuperar el aliento.
Le miro, con el ceño fruncido, pero él está feliz por haber escapado. Yo también. Tiene una ceja partida y sangre en la comisura de los labios. Había recibido un par de puñetazos y alguna que otra patada. Su ropa estaba sucia y arrugada. Se había llevado la peor parte.
Yo también tenía el labio reventado. Un solo golpe habría bastado para noquearme.
León repasa con las yemas de sus dedos mi herida. Sus ojos oscuros, salvajes, están clavados sobre los míos y luego se dirigen a mis labios. Nuestros corazones aún no están tranquilos. Se inclina ligeramente. Y entonces nos besamos. Como si aún fuéramos unos críos, como si nada hubiera pasado entre nosotros, como si al mundo no le importase lo que pasara con dos personas como nosotros.
—Vamos arriba —murmura.
Y entonces despierto. Recuerdo que me esperas en casa. Que no sabes nada de esto. Que no estoy haciendo lo correcto. No debería estar aquí. No debería estar con León a solas.
—Tengo que irme…
Él asiente, pero me acompaña hasta un lugar seguro. Casi hasta la puerta de casa. Se despide de mí. Parece triste, pero ya se le pasará. Sabe tan bien como yo que esto no puede ser.
Su mirada me persigue hasta que la puerta del apartamento se cierra. Solo entonces, la presión que siento desaparece. El instinto animal se apaga, hasta que él vuelva a estar cerca.

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