lunes, 20 de julio de 2020

Justicia

Mi padre siempre me había pedido paciencia. Me agarraba del brazo con fuerza cuando estaba a punto de saltar hacia delante para evitar que algún soldado borracho agarrara a las muchachas de la aldea o el gobernador de la región se riera de algún campesino con el rostro lleno de pústulas. Mis vecinos, mi propia familia y yo pasábamos hambre a diario y el ejercito del emperador no encontraba otra diversión que no fuera humillarnos. Se justificaban en el hecho de que nuestra aldea había pertenecido al enemigo, a pesar de que nos habíamos rendido pronto, sin oponer resistencia. Éramos personas pacíficas, no teníamos otra opción. Todos los belicosos ya se estaban pudriendo en una fosa común, junto al molino, y mi padre temía que yo fuera el siguiente si me atrevía a alzar la voz ante las injusticias que nos ocurrían prácticamente a diario. 
—No te preocupes hijo mío —me decía, con las manos sobre las rodillas flexionadas y la espalda muy recta—. Algún día tendrán el castigo que se merecen. 
—¡Pero nadie hace nada! ¡Nadie está por encima de ellos! 
—Algún día, la justicia divina caerá sobre ellos y entonces pagarán por sus pecados. Créeme. Nadie escapa a su castigo.
Siempre me decía lo mismo. Intentaba convencerme de que las personas crueles acababan pagando. Pensar que los dioses les juzgarían cuando murieran era una fantasía preciosa, pero no estaba hecha para mí. Y sin embargo... Ojalá hubiera sido capaz de creer. Así habría evitado nuestro triste final. 

Todo ocurrió muy deprisa. Los soldados llegaron esa misma mañana, cargados con espadas de filo reluciente. Llevaban mucho tiempo sin aparecer y venían con ganas de provocarnos. Sabían que yo era una presa fácil. Me habían visto más de una vez hacer el amago de encararme con ellos y eran conscientes de que estallaría si encontraban la forma adecuada de hacerlo. Por ese motivo, dos de ellos fueron directamente a nuestros campos y volcaron varias sacas de sal en nuestros cultivos. Aquella vez mi padre no pudo detenerme. Estallé, cegado por la rabia, y los agredí. No era mucho más fuerte, tampoco estaba armado, así que fui un objetivo fácil. Me redujeron pronto, sin dudar al usar su espada. Entonces, mi padre trató de defenderme y corrió mi misma suerte. Mi madre tampoco pudo escapar. 
Nos ataron a un poste, en mitad de la aldea y se aseguraron de que sirviéramos como ejemplo popular. Así se castigaba a los que se rebelaban. Ya no había muertes rápidas, sino latigazos y castigos físicos. Ni siquiera me atrevo a relatar lo que nos hicieron aquellos monstruos sin alma ni escrúpulos. 
Mi último día, mi verdugo se acercó, espada en mano. Me preguntó si tenía algo que decir, pero yo negué con la cabeza. Estaba muy cansado y casi no podía hablar. Mis padres habían muerto días antes de hambre y agotamiento. Ya no me quedaban fuerzas ni ánimos. 
El verdugo alzó la espalda y yo cerré los ojos. Ya no me quedaba nada, salvo comprobar si mi padre tenía razón y tras la injusticia terrenal, oscura y ponzoñosa, se encontraba aquella justicia de la que él, con tanto cariño y paciencia, me había hablado. Solo me quedaba saber si recibiría mi castigo por haber sido el culpable de la muerte de mis padres. 

domingo, 5 de julio de 2020

Megaloceros

Aún me gusta pasear por el viejo museo tal y como lo hacía mi padre, con las manos a la espalda y fumando un pequeño cigarrillo mientras me aliso el bigote con los dedos. He tenido la suerte de heredar uno de los museos de historia natural más antiguos del mundo de un hombre excéntrico e increíble y de una mujer inteligente y metodológica. Mi padre me enseño a amar y cuidar de aquel lugar y mi madre me inició en el arte de identificar huesos, plantas y huellas fosilizados. Si no hubiera sido por ellos, lo más probable habría sido que vendiera el museo y me dedicara al negocio del azúcar, como mi hermano. Él tenía muchas más ganancias que yo y se podía permitir una vida llena de lujos. Sin embargo, yo no lo envidiaba. Adoraba levantarme temprano para ir al museo y salir de él cuando ya había caído la noche y todo estaba iluminado con las bombillas tenues y anaranjadas. Adoraba ver las caras de los niños, sus gestos de sorpresa al descubrir qué criaturas habían poblado nuestro planeta antes de que el hombre pusiera un pie en él y sus suspiros de admiración. Mi trabajo era demasiado gratificante como para cambiarlo por viajes en tren de vapor al otro lado del país o cruceros transatlánticos. 
Apagué el cigarrillo y lo dejé en uno de los ceniceros que teníamos junto a las papeleras. Acababa de llegar a mi sección favorita, donde se encontraba el primer fósil que había visto en mi vida y el que, durante años, me había causado un pavor impresionante. Al principio, había tenido pesadillas terribles con aquel esqueleto, que me doblaba el tamaño, y aquellas astas imponentes. El alce irlandés, Megaloceros giganteus, debía haber sido un animal demasiado imponente y, aunque me hubiera gustado ver a alguno con vida, sé que hubiera salido corriendo ante su increíble visión. Al menos, eso fue lo que hice cuando mi padre me lo presentó. 

Mi primera visita al museo fue en una fresca mañana de abril. Mi padre había decidido colocar el esqueleto en la entrada, para que todos los turistas pudieran observarlo nada más cruzar la puerta. No en balde, estaba tremendamente orgulloso de su adquisición. 
—No tengas miedo, Peter. No te va a hacer nada —me dijo, cuando yo me escondí tras las faldas de mi madre—. Este animal ya no existe. Se extinguió hace muchos años. 
—¿De verdad? —pregunté, a media voz. 
—Vaya rollo... —murmuró mi hermano— ¿Para ver este montón de huesos hemos madrugado? 
—Este montón de huesos, como tú dices, Louis, está completo —explicó mi madre, con voz dulce. Siempre había tenido mucha paciencia—. Es muy difícil encontrar un esqueleto completo y también es muy caro. Lo entenderás cuando seas mayor. 
Pero Louis nunca llegó a entenderlo. Él se olvidó cuando antes del museo y me vendió su parte. Me dijo que si quería estar rodeado para siempre de huesos y piedras estúpidas que así lo hiciera. Y así lo hice. Aunque lo hubiera pasado mal tras mi primera visita, cada vez deseaba pasar más tiempo allí, aprender cómo debía gestionar el lugar y cómo podría llegar a más y más gente para maravillarla con los hallazgos y las adquisiciones de mis padres.
Me senté en el banco que había colocado frente al esqueleto del gran cérvido y sonreí, admirando su belleza. 
Quizá no había elegido la vida más fácil, pero sí la que me hacía más feliz.