Aún me gusta pasear por el viejo museo tal y como lo hacía mi padre, con las manos a la espalda y fumando un pequeño cigarrillo mientras me aliso el bigote con los dedos. He tenido la suerte de heredar uno de los museos de historia natural más antiguos del mundo de un hombre excéntrico e increíble y de una mujer inteligente y metodológica. Mi padre me enseño a amar y cuidar de aquel lugar y mi madre me inició en el arte de identificar huesos, plantas y huellas fosilizados. Si no hubiera sido por ellos, lo más probable habría sido que vendiera el museo y me dedicara al negocio del azúcar, como mi hermano. Él tenía muchas más ganancias que yo y se podía permitir una vida llena de lujos. Sin embargo, yo no lo envidiaba. Adoraba levantarme temprano para ir al museo y salir de él cuando ya había caído la noche y todo estaba iluminado con las bombillas tenues y anaranjadas. Adoraba ver las caras de los niños, sus gestos de sorpresa al descubrir qué criaturas habían poblado nuestro planeta antes de que el hombre pusiera un pie en él y sus suspiros de admiración. Mi trabajo era demasiado gratificante como para cambiarlo por viajes en tren de vapor al otro lado del país o cruceros transatlánticos.
Apagué el cigarrillo y lo dejé en uno de los ceniceros que teníamos junto a las papeleras. Acababa de llegar a mi sección favorita, donde se encontraba el primer fósil que había visto en mi vida y el que, durante años, me había causado un pavor impresionante. Al principio, había tenido pesadillas terribles con aquel esqueleto, que me doblaba el tamaño, y aquellas astas imponentes. El alce irlandés, Megaloceros giganteus, debía haber sido un animal demasiado imponente y, aunque me hubiera gustado ver a alguno con vida, sé que hubiera salido corriendo ante su increíble visión. Al menos, eso fue lo que hice cuando mi padre me lo presentó.
Mi primera visita al museo fue en una fresca mañana de abril. Mi padre había decidido colocar el esqueleto en la entrada, para que todos los turistas pudieran observarlo nada más cruzar la puerta. No en balde, estaba tremendamente orgulloso de su adquisición.
—No tengas miedo, Peter. No te va a hacer nada —me dijo, cuando yo me escondí tras las faldas de mi madre—. Este animal ya no existe. Se extinguió hace muchos años.
—¿De verdad? —pregunté, a media voz.
—Vaya rollo... —murmuró mi hermano— ¿Para ver este montón de huesos hemos madrugado?
—Este montón de huesos, como tú dices, Louis, está completo —explicó mi madre, con voz dulce. Siempre había tenido mucha paciencia—. Es muy difícil encontrar un esqueleto completo y también es muy caro. Lo entenderás cuando seas mayor.
Pero Louis nunca llegó a entenderlo. Él se olvidó cuando antes del museo y me vendió su parte. Me dijo que si quería estar rodeado para siempre de huesos y piedras estúpidas que así lo hiciera. Y así lo hice. Aunque lo hubiera pasado mal tras mi primera visita, cada vez deseaba pasar más tiempo allí, aprender cómo debía gestionar el lugar y cómo podría llegar a más y más gente para maravillarla con los hallazgos y las adquisiciones de mis padres.
Me senté en el banco que había colocado frente al esqueleto del gran cérvido y sonreí, admirando su belleza.
Quizá no había elegido la vida más fácil, pero sí la que me hacía más feliz.
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