martes, 16 de junio de 2020

Deseo

Debía haber sido precavido. Laur no era una genio cualquiera, no era una Djinn. Su cuerpo no era azul y gaseoso, sino que estaba hecho de basalto, bronce y llamas. Cuando froté la lampara, tuve ante mi a una Ifrit, un demonio de fuego, uno de los más poderosos y orgullosos de todos aquellos seres mitológicos. Su sonrisa cínica y su rostro afilado y astuto deberían haberme bastado para arrojar la lámpara al fondo de alguna sima y haber corrido todo lo lejos que hubiera podido, rezando para que nadie encontrara aquel mágico objeto, pero la voz melodiosa de la Ifrit, sus ojos de fuego y sus promesas de riquezas y poder consiguieron conquistarme antes de que pudiera pensar con claridad qué hacer con el torrente de magia que había encontrado por casualidad en el mercado de una ciudad del Desierto Negro. 
—Puedo concederte tres deseos. Ni uno... 
—Conozco las reglas —espeté. 
Estábamos en el desierto, casi a las puertas de la ciudad. Tenía la lámpara entre mis rodillas y con el dedo índice en la barbilla pensaba cuál sería  mi siguiente deseo. Ya tenía fortuna, dos esposas bellas y jóvenes a las que podía mantener, un negocio próspero y cinco hijos sanos y fuertes. Cualquiera podría haber dicho que era un hombre feliz, pero no me conformaba. ¿Quién se hubiera conformado teniendo mi facilidad para encontrar contenedores de metal en los que había genios encerrados? 
Laur esbozó una sonrisa divertida y me apremió para que pidiera mi primer deseo. 
—Si quieres, puedo calcinar una ciudad entera —sugirió—. Estoy segura de que tienes algún enemigo al que deseas perder de vista. Todos tenéis uno. 
—¿Estás loca? Todo el mundo me adora. 
Ella no replicó. Simplemente volvió a sonreír y se frotó los brazos con sus largas uñas de piedra negra. Aquel sonido rasgado me puso el vello de punta. 
—Podría hacerte más hermoso. 
—¿No te parezco guapo? —pregunté, ofendido. No en vano, había sido uno de los deseos de los que estaba más orgulloso. 
—Los humanos me parecéis tan hermosos como los sapos de las ciénagas. 
—Qué rencorosa —murmuré, mientras seguía pensando en mi deseo—. Deberías ser más amable, soy tu amo. 
—No lo seré, a no ser que lo desees. 
La miré, visiblemente confundido. No estaba acostumbrado a un comportamiento tan descortés. Los Djinns siempre me habían tratado con pleitesía. 
—¿No me hablas con respeto y me llamas mi amo
Si en ese momento Laur hubiera podido abrasarme con su enorme poder, lo habría hecho. Yo no sabía que los Ifrit son terriblemente destructores y malignos. Son servidores del demonio y odian a los humanos. Nos consideran creaciones inferiores, seres que debían servirlos a ellos y no al contrario. 
—Deberías dejar de parlotear y pensar, rata asquerosa. Odio perder el tiempo. 
—No es que fueras a aprovecharlo mucho más dentro de esa lampara. 
Los ojos chispeantes de Laur me atravesaron cuando me eché a reír. Su enorme poder no me parecía imponente. Mientras estuviera atrapada en el recipiente de metal no podría hacerme daño. 
—¿Y una plaga? —preguntó. Empezaba a impacientarse— ¿Una guerra civil? ¿La muerte del sultán? Alguien tendría que ocupar su puesto. 
—¿Puedes hacerme sultán? 
—¿Lo dudas? Serías asquerosamente rico y poderoso. Ya te lo he dicho antes. 
—Está bien —dije, mientras me ponía en pie—. Deseo ser sultán. 
Ella rio y alzó sus brazos hacia el cielo anaranjado. El aire estaba lleno de polvo del desierto. 
—Pero... 
—¿Pero qué? —escupió. 
—Para ser sultán no deseo matarlo —dije. Temía que Laur quisiera destruirme. Deseo que se me elija como sucesor. 
—¿Algo más? 
—Nada más. 
Laur elevó entonces sus brazos hacia el cielo y, envuelta en llamas abrasadoras, se esfumó. De pronto, se escuchó un crujido y una gran columna de fuego surgió de las entrañas de la Tierra. Los edificios se vinieron abajo, se hundieron en los ríos de lava que la Ifrit había hecho correr bajo la ciudad. Todos mis vecinos gritaban y corrían, tratando de huir de la tormenta de fuego que estaba arrasando la ciudad. 
—¡No! —exclamé— ¡Esto no es lo que yo quería! ¡Para! ¡Deseo que pares! 
La Ifrit apareció horas después, cuando a mí ya no me quedaba voz para rogarle que detuviera aquella masacre, con su sonrisa cínica y su cuerpo volcánico. Volutas incandescentes se arremolinaban a su alrededor. Estaba orgullosa de su trabajo. 
—No es mi estilo dejar un deseo de mi amo a medias. 
—¡No te burles de mí, estúpido genio! 
Laur se volvió. Ya casi no quedaba nada de la ciudad. Un hombre había escapado de las llamas y avanzaba hacia nosotros, encorvado. Tenía una herida terrible en el vientre y gran parte de su cuerpo, envuelto en ricos ropajes, estaba quemado. En sus manos, llevaba el turbante del sultán. Él era el sultán. Sus ojos negros me miraron, suplicantes, cuando depositó el símbolo de su poder sobre mis manos. No pude hacer nada por él. Se desplomó sobre la arena, sin vida. 
—Felicidades. Eres el nuevo sultán. 
—¡Desee que no lo mataras! ¡Esto no es lo que yo había pedido! 
Ella me sonrió y ladeó la cabeza. El cabello de llamas le cayó con gracia sobre los hombros, cubiertos por una armadura de bronce. 
—Cuando te entregó el turbante ya no era sultán. 
—¡Maldita seas! —exclamé, rabioso. 
Ver la muerte de una ciudad entera con mis propios ojos me hizo enloquecer, me nubló el pensamiento y me hizo cometer mi peor error. 
—¿Cuál es tu siguiente deseo? 
—¡Desaparece de mi vista! ¡Deseo no volver a verte nunca más! 
Lo último que vi fue la sonrisa de la Ifrit. Sentí un dolor ardiente en los ojos y me vi obligado a arrodillarme sobre la arena. Sentía la sangre caliente sobre mi mano. Había sido un estúpido. Debía haber pensando bien mis palabras antes de formular mi deseo. 
—Piensa bien el último. 
Laur me susurró en el oído aquellas palabras. Su ardiente proximidad me asfixiaba. El dolor y la falta de oxígeno no me dejaban pensar con claridad. Tan solo quería que aquel demonio recibiera su merecido. 
—Deseo que vuelvas a la lámpara y nadie vuelva a encontrarte, que a tu lámpara le caiga encima toda la arena del desierto y jamás vuelva a salir a la superficie. 
La Ifrit dejó escapar una pequeña carcajada. No deseaba cumplir mi deseo, pero estaba obligada a obedecer. 
—Está bien... Pero recuerda que mi lámpara está junto a ti y junto a la ciudad. No sabía que tu deseo era ser el sultán de las arenas. 
Escuché cómo Laur se introducía en el interior de la forma en forma de vapor rojizo, tal y como había salido, y seguidamente pude notar el viento abrasador en la piel. Cada vez había más y más arena y yo no podía hacer más que rezar. Había tenido todo lo que un hombre podía desear, pero había querido más. Había jugado con la suerte y la avaricia y había perdido. Laur me había derrotado. Tan solo esperaba que, cuando el peso del desierto acabara con mi vida, el creador se apiadara de mi alma. 

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