miércoles, 3 de junio de 2020

El viejo del tractor

Ya estaba cerca de la vieja casa de campo. Allí vivía un hombre viejo, muy viejo, que rara vez se levantaba de la silla de madera pegada junto a la ventana. El hombre tenía el rostro y las manos surcadas por cientos de arrugas, el cabello ceniciento, los ojos negros, hundidos y acuosos y los dientes amarillos de tanto fumar. Otra de sus características era que siempre fumaba un cigarrillo tras otro. Recuerdo que no había acabado el que tenía entre los labios agrietados cuando ya estaba encendiendo el siguiente. No era de extrañar que bajo su ventana, tuviera una increíble montaña de colillas que se desparramaba sobre el césped descuidado. Su aspecto y el de su casa eran terribles, pero su carácter no era mucho mejor. Sus labios siempre estaban curvados en una mueca amarga y cuando los chiquillos de otras casas veraniegas próximas jugaban demasiado cerca de su parcela, les llovían decenas de insultos y amenazas. Sin embargo, los críos se reían y lo retaban. Eran conscientes de que no se levantaría de la silla para ir a por ellos. 
Dejé el coche a varios metros de la vivienda y me encaminé hacia el porche. Allí, todo seguía igual, aunque mucho más triste y envejecido. El césped repartido en parches sobre la tierra oscura, que me hacía cosquillas en los tobillos, estaba peor de lo que lo recordaba. Antes de llamar, le di una pequeña vuelta a la casa y no pude evitar sonreír al ver el tractor abandonado y oxidado en el que tantas veces había jugado y que tantos quebraderos de cabeza le había dado a mi madre. Por suerte, nunca me había cortado con ninguna pieza de metal y no había tenido que llevarme al médico a que me pusiera la vacuna del tétanos. 
Aquel hombre, Ricardo, era conocido como El viejo del tractor, porque nadie más tenía uno. Él había vivido siempre del campo, de su sudor y su trabajo, no como los ricos de la ciudad que habían comprado las parcelas aledañas. 
Llamé a la puerta ennegrecida con los nudillos. Ricardo detestaba el sonido del timbre y por eso había pedido que lo desconectaran. 
La joven cuidadora de Ricardo abrió rápidamente, me recibió con una amplia sonrisa y me invitó a pasar. Hacía poco tiempo que trabajaba para él, pero ya me conocía. Yo iba a visitarlo cada semana. Para mí, aquel hombre huraño que nos había acogido a mi madre y a mí cuando huíamos de los malos tratos de mi padre, era como un abuelo. 
Al entrar en el pequeño salón le saludé con energía, pero él ni siquiera se volvió. Su mirada vítrea estaba perdida en la lejanía, en los árboles que crecían más allá de la ventana. Me senté frente a él. El hombre aún estaba en su vieja silla y tenía un cigarrillo sin encender entre los dedos. Sus arrugas se habían acentuado desde que yo era un niño. El tiempo no pasaba en balde. 
—Hoy le he traído uno de mis cuadros, Ricardo. ¿Le suena? 
El anciano se volvió para mirar el pequeño lienzo sobre el que yo había dibujado la parte trasera de la casa. Allí estaba plasmado, con todo lujo de detalles, su pequeño tesoro. 
—¿Es mi tractor? —preguntó, repasando con sus dedos llenos de callos los trazos del pincel. 
—El mismo — dije, mientras asentía con la cabeza. 
Entonces, sus ojos se levantaron hacia mi rostro, curiosos y desorientados. 
—¿Y tú quién eres? 
No pude evitar que un suspiro decepcionado escapara de mis labios. Hacía meses que Ricardo ya no me reconocía. Sus recuerdos estaban enfermos y morían poco a poco, pero yo estaba dispuesto a hacer cualquier esfuerzo por ayudar a su memoria. No me importaba decirle mil y una veces mi nombre y recordarle todo lo que habíamos vivido diez largos años. 
Durante toda la tarde, él escuchó cómo le relataba nuestras vivencias, todas las veces que él me había enseñado cómo se vivía en el campo y cómo me había apoyado cuando quise dedicarme al arte. Al final, se rió de mis ocurrencias y me comentó que él nunca había tenido hijos ni nietos y que  siempre había vivido solo. Quizá, lo que más me dolía no era que se hubiera olvidado de mí o mi madre, sino que hubiera olvidados esos tiempos en los que fue feliz. 
Una vez cayó la noche, cansado de recordar tantos buenos momentos, me despedí de Ricardo y de su cuidadora y puse rumbo a la ciudad. Aquella fue nuestra última charla, nuestra despedida. No pude volver a verle nunca más. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario