jueves, 28 de mayo de 2020

Nefelibata

—Nefelibata. 
Dejé el libro a un lado y le dediqué una mirada inquisitiva. Gabriel y yo estábamos sentados en la alfombra de piel de toro del abuelo, leyendo cada uno nuestras respectivas lecturas. Hacía varios minutos que ninguno de los dos habíamos dicho una sola palabra, por eso su comentario me pilló completamente desubicada. 
—¿Cómo dices? 
—Lo que me ha dicho el abuelo. Me ha dicho que soy un imbécil que siempre está en las nubes y que así no podré hacer nada de provecho en la vida. 
Asentí. El abuelo había sido muy duro con él durante la comida. Era cierto que Gabriel era un chico que rara vez tenía los pies en la tierra y al que le gustaba fantasear con futuros que no estaban a nuestro alcance. De niño, incluso había llegado a tirarse por una ventana. Ya por aquel entonces, soñaba con poder volar. Por suerte, esa ventana era la del primer piso y solo se raspó un poco las rodillas. Después del incidente, nuestra madre le dio un azote y lo mandó a la cama, para que pensara en lo que había hecho. Mientras estábamos merendando unas galletas en la cocina, mi madre y yo lo escuchamos saltar de una cama a otra y después darse un golpe tremendo contra el suelo. La cicatriz  de la brecha que se hizo con la mesita de noche decoró para siempre su frente, pero eso no le hizo desistir en su idea de conquistar el cielo. 
—¡Pues se equivoca! —exclamó, saltando del sillón de orejas. Aterrizó a mi lado, de rodillas. Con su dedo señalaba una palabra en el diccionario que llevaba toda la tarde consultando—. Lee bien. ¡Nefelibata! 
Le arranqué el diccionario de las manos y lo coloqué sobre mis piernas dobladas. Busqué rápidamente la palabra por orden alfabético, pues la había perdido, y leí con detenimiento.
"Nefelibata. Dicho de una persona: que no se apercibe de la realidad". 
Desde luego, aquel término se ajustaba a la perfección a mi hermano. 
—Y a ti también te define —dijo, dando golpecitos con su dedo sobre la tinta negra de la hoja—. ¿O me dirás que tú no eres nefelibata? 
—¡Yo sé cuándo estoy soñando y cuándo algo puede ser realidad! —exclamé. Él ya me había dado la espalda y se había dirigido hacia la ventana del salón—. No soy tan tonta como tú. 
Gabriel se sentó en el alfeizar y me sonrió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa traviesa en los labios. Para él, ser un tonto no era ningún insulto, sino un halago, porque todos los que habían tenido un gran sueño habían sido tildados de estúpidos y locos alguna vez en su vida. 
—Te compadezco. No hay nada más triste que una persona que está anclada y no puede soñar. 
—Pero sí que puedo soñar —repliqué. 
Sin embargo, con el tiempo, fue más que evidente que comparada con él, sí que estaba anclada. Mientras él fantaseaba, yo logré terminar mis estudios y conseguí un trabajo. En todo aquel tiempo, Gabriel se negaba a enfrentarse a la realidad y a crecer. Los sueños de mi hermano iban más allá de lo que nuestra familia y yo misma podíamos comprender. Saltar desde una ventana o de una cama a otra simplemente fue el principio de nuestros quebraderos de cabeza. 
Si algo tienen en común los soñadores como Gabriel, es que ninguno de ellos vive demasiado y mi hermano no fue una excepción. Era muy joven cuando se marchó por culpa de un terrible accidente, pero yo estoy segura que aún entonces seguía soñando y que seguiría haciéndolo allí donde estuviese. Su pérdida me hacía sentirme triste, pero en el fondo, cada vez que miraba las estrellas y le recordaba, queriendo siempre volar tan cerca de ellas, sabía que mi hermano nunca habría sido feliz viviendo anclado al mundo real. Porque él, no era un iluso, no era estúpido ni estaba loco. Simplemente era nefelibata. 

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