sábado, 23 de mayo de 2020

Piruleta

Rebusco en mis bolsillos. Siempre llevo una piruleta encima por si las moscas. El dueño de la tienda de chucherías de la esquina me trata como una niña grande cada vez que compro un buen puñado. No puedo hacer más que dedicarle mi mejor sonrisa fingida y salir a paso apresurado. No soy capaz de aguantar demasiado tiempo el asco que me produce su forma de tratarme. Sacudo la cabeza. Ahora eso no es importante. Con cuidado, dejo la pequeña golosina sobre la mesita de cristal. Me gusta dejar firmadas mis obras de arte. Que sepan que he sido yo. 
Le doy la espalda a la ventana por la que se cuelan las luces nocturnas de la ciudad y respiro hondo, saboreando el momento. Soy consciente de que tengo que marcharme, pero el momento posterior a hacer algo prohibido y peligroso es excitante y me gusta alargarlo todo lo posible para disfrutarlo. Sin embargo, no puedo arriesgarme a que la policía llegue antes de que me haya ido. Estoy segura de que loa vecinos han escuchado los gritos y los cristales rotos. Ya sospechan algo. No puedo confiar en que no denunciarán el alboroto. Son las cuatro de la madrugada, debo haberlos despertado a todos. 
Recojo mis tacones de aguja del suelo y los guardo en mi amplio bolso, justo en el lugar donde antes estuvieron las zapatillas de deporte que ahora llevo puestas. Me coloco minuciosamente el abrigo gris y me aseguro de no dejar una sola prueba contra mí en el apartamento. No me he quitado los guantes durante toda la noche. A estos pirados les encantan. Les ponen. Y eso me facilita las cosas. Le echo un último vistazo al cuerpo, completamente desnudo, peludo y obeso. Tiene una puñalada en el pecho, sangre en la nariz y en la parte posterior del cráneo. No es de los peores escenarios de un crimen, pero tampoco de los mejores. Alguna vez he tenido que mancharme demasiado de sangre, aunque en realidad nunca me ha importado.
Recuerdo perfectamente la primera vez, el primer hombre horrible de mi vida y el que empezó todo esto. Era alto y fuerte, atlético, y tenía las manos demasiado largas. Aquel hombre, era amigo de mi padre y yo tenía doce años la primera vez que abusó de mí en uno de los cuartos de invitados, mientras mis padres charlaban y reían con su mujer en el gran salón de nuestra casa. Me convenció de que no debía decir ni una palabra de lo que había ocurrido, que tan solo era un juego privado entre nosotros y que si me portaba bien, cada vez que pasara me daría una piruleta, como hacía con los niños de su consulta después de auscultarlos. 
Aguanté esa tortura durante años por vergüenza y miedo, oculté mi sufrimiento todo lo bien que pude durante mucho tiempo, pero al cumplir los dieciocho años decidí que debía poner punto y final a aquel asunto. Por aquel entonces, ya había conocido a mi primera pareja y no podía la presión que suponía un secreto tan grande, un secreto que había hundido mi vida poco a poco.
Fui hasta su consulta, decidida a hacer cualquier cosa por apartarlo de mí. Le amenacé y le insulté. Le dio miedo mi determinación. Si yo hablaba, le hundiría la vida, perdería su trabajo como pediatra y también a su familia. Un castigo bien merecido, sin duda.
Se volvió loco. Me cogió por los brazos y me zarandeó, insultándome en voz baja para que nadie fuera de la consulta pudiera escucharlo. Yo traté de liberarme, pero él era mucho más fuerte. Él tenía el poder y yo solo era una pequeña marioneta obediente. Siempre había sido así. Forcejeamos y conseguí escapar. Eso le hizo enfurecer. Volvió a alcanzarme, pero esta vez no se anduvo con tonterías. Me agarró del cuello con tanta fuerza que creí que me lo partiría y me cortó la respiración. Tengo que reconocer que pensé que me mataría. Tuve mucha suerte. Seguí luchando por mantenerme con vida golpeándole y empujándole como podía con mi cuerpo. En uno de aquellos empujones perdió el equilibrio, me soltó y cayó de espaldas hacia el suelo, golpeándose en la nuca con la mesa cuadrada de su consulta. El lapicero en el que guardaba sus piruletas cayó junto a él y las golosinas se repartieron sobre su cuerpo y sobre el suelo. Aún me parece casi poético aquel detalle. Sin saberlo, acababa de firmar mi primer y accidental crimen.
Se oyeron unos golpes tímidos en la puerta de la consulta. Había pacientes esperando. Si abrían la puerta me cogerían, así que no me lo pensé dos veces antes de salir del edificio por la ventana. Nadie sabía que yo estaba ahí y nunca lo sabría. Por suerte, no había cámaras grabando.
Tras aquel incidente, creí que todo habría acabado y sin embargo, no había hecho más que empezar. Mi pareja, tan dulce al principio, acabó por chantajearme para mantener relaciones con él a diario, quisiera o no. Con él fue más fácil. Simplemente se marchó cuando descubrió que yo no era lo que él deseaba. Eso le salvó la vida. 
Después llegaron muchos más, de muchos tipos, con muchas máscaras perfectas. Fueron capaces de contarme cosas terribles mientras tomábamos unas copas. Es increíble lo que se desata una lengua con la cantidad de alcohol adecuada y un par de engaños. Cuando finges que eres una mujer sin escrúpulos, aquellos seres sin alma alardean de sus relaciones con menores, con hijas de amigos, con alumnas, con sobrinas, e incluso con hijas. A cada uno de ellos, les dejé una piruleta junto a sus cuerpos antes de marcharme de los hoteles y apartamentos a los que me llevaban. 
Con el tiempo, me había ganado una reputación en el mundo de los asesinos en serie. Yo era el asesino de la piruleta, un nombre ridículo pero bien merecido. La gente ya empezaba a temerme, pero yo no era peligrosa. Solo era peligrosa para los hombres que, como el amigo de mi padre, como el hombre que yace a mis pies en el apartamento, han hecho daño a niñas inocentes como lo era yo. 
Me aseguro de que no hay nadie en el pasillo antes de salir. Hace frío en la calle iluminada por una farola medio fundida, pero pedir un taxi no es demasiado inteligente, así que me aventuro entre los callejones, donde la policía no puede encontrarme e interrogarme. Una mujer sola, a las cuatro de la madrugada no es algo muy común y no puedo dejar que me reconozcan como posible sospechosa.
Me alejo lo suficiente como para poder fumarme un cigarrillo tranquilamente mientras observo las luces azules llegar. Es un espectáculo divino que me eriza todo el vello de la espalda. Ellos no lo saben, pero están observando la escena del crimen de un pederasta, de una persona que había acabado con el futuro de muchos niños, porque aquel malnacido no discriminaba entre niños y niñas. 
Acabo el cigarro rápido, pero no tiro la colilla sino que la llevo conmigo hasta mi propio barrio, donde ya no pueden relacionarme con el asesinato. 
La ducha de aquella noche, después de quitarme la peluca y el maquillaje me sabe a gloria. Tengo pensado dormir hasta bien entrado el día. Es domingo y me merezco un descanso. He hecho justicia, quizás no como debería hacerse, pero sí de la única manera que conozco. No tengo remordimientos. He hecho lo que tenía que hacer. 

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