Desde pequeña me habían instruido en el arte de las plantas curativas, las pociones y los polvos, los emplastos, los puntos de sutura, el agua y el fuego. Desde que llegué al mundo, mi madre había intuido que tenía un don especial para sanar a los heridos y cuidar de los enfermos, por eso se había esmerado en enseñarme todo lo que ella y el resto de mi familia conocía tan bien. Nosotros éramos los curanderos del pueblo. Todos y cada uno de nuestros vecinos acudían a nuestra casa a pedirnos algún que otro tónico para el dolor de muelas, plantas y extractos para calmar a los niños por las noche, algún remedio para la infertilidad e incluso nos preguntaban si podíamos sanar los huesos de los animales o aumentar la cantidad de leche que era capaz de producir una vaca.
No puedo quejarme de mi infancia. Fue muy feliz. Tenía una familia que me quería y nuestros vecinos eran amables con nosotros, al menos hasta que llegaron las cazas de brujas. Por aquel entonces yo ya tenía quince años y me había convertido en una muchacha atractiva, más incluso de lo que me hubiera gustado, porque si la fealdad hubiera estado presente en mi rostro, quizás aquel hombre de la realeza jamás se habría fijado en mí y yo podría haber seguido siendo libre.
Austin se presentó en casa a mediados de noviembre. No llevaba escolta. Tan solo uno de sus sirvientes de confianza lo acompañaba para encargarse de todas sus necesidades. El hombre sabía que allí estaría a salvo. Mi familia era conocida por ser altruista y pacífica. Pocas veces habíamos cobrado de más por nuestras medicinas o habíamos empezado alguna riña con los vecinos. Creo que mi padre jamás le habría levantado la mano a nadie de no ser absolutamente necesario.
—Seré breve —dijo, después de presentarse. Ni siquiera recuerdo todos los títulos que enumeró, porque eran demasiados—. He oído que en esta casa se practica magia negra. Dicen por ahí que sois capaces de curar los huesos y los dientes con malas artes, que maldecís a cualquier hombre honrado que os inoportune gracias a la ayuda del maligno.
Conforme Austin hablaba, veía encenderse las mejillas de mis padres. Estaban rojos de ira, no de vergüenza. Ninguno de nosotros podía entender qué habíamos hecho para que aquel hombre viniese hasta nuestra casa a insultarnos. No éramos malvados y aún menos tratábamos con el demonio. ¡Dios nos libre!
—¿Cómo se le ocurre...?
Austin alzó su obesa mano para callar a mi padre. En sus dedos brillaban al menos siete anillos.
—Sabréis que están dando la orden de quemar a todas las brujas de la región. Yo he venido a ofrecer mi protección por un pequeño precio.
Mi madre me cogió por los brazos y me apretó contra su pecho. Siempre he sospechado que ella intuía lo que aquel hombre despreciable estaba a punto de pedirles a cambio, quizás porque no apartaba sus ojos azules de mí hasta que no terminaba cada frase. Entonces, los dirigía hacia mi padre, para observar su expresión consternada.
—Si vuestra hija fuera mi curandera personal, yo podría garantizar que esta casa está libre de brujas. ¿Por qué iba a tener a alguien de la familia trabajando para mí si estuviera relacionada con el demonio?
Jamás vi más enfadado a mi padre. Si mi madre no lo hubiera detenido, sé que habría sido capaz de abofetear a Austin. Mi madre hizo bien. Esa falta de respeto, nos habría costado la vida.
La conversación siguiente fue larga y densa. Mis padres no querían que me marchara con aquel hombre, querían que nos dejaran en paz y poder seguir viviendo como lo habíamos hecho hasta entonces, con nuestros conocimientos sobre plantas curativas y los animales domésticos, pero todos sabíamos que una vez nos señalaran como brujas nuestra vida se hundiría para siempre.
No me fue difícil decidir. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por el bien de mi familia, por salvarlos de morir quemados vivos en la hoguera. Austin se frotó las manos al oír mi elección y, aunque mis padres trataron de detenerme, aceptaron que quisiera protegerles. Con cautela, mi madre pidió que nos dejaran un momento a solas para despedirnos y, entonces, me entregó mi posesión más valiosa. Se trataba de una pequeña joya, un anillo de oro con un labrado delicado y con una piedra verde semipreciosa engastada. Me pidió que lo guardara para siempre y que si, en cualquier momento lo necesitaba, lo utilizara. La piedra estaba hueca por dentro y, apretando un pequeño botón que podía accionarse fácilmente con el pulgar, se abría para mostrar un pequeño compartimento en el que perfectamente cabían cinco o seis gotas de alguna solución.
Mi madre me abrazó y me besó, consciente de que podía ser la última vez que lo hacía. Mi padre se despidió de mí de la misma manera, bajo los ojos fríos de Austin.
El primer viaje en su carruaje fue terrible, repleto de miradas sucias y palabras aún peores, pero nada comparado con los años que viví en su palacio. Su mujer y todo el servicio me miraban con recelo. Yo era una muchacha joven, de un pueblo humilde, que jamás había conocido los lujos de la realeza ni tampoco sus costumbres. Todo era nuevo para mí. Me sumergí de golpe en un mundo que jamás querría haber descubierto. En comparación con el resto del servicio, yo era tosca y torpe, no sabía modales y me costaba comportarme. Nadie me había enseñado que debía ser dulce, sumisa y callada. Tampoco estaba dispuesta a hacerlo.
Para apartarme de la vista de su esposa, Austin, como él quería que lo llamara, me proporcionó una pequeña habitación donde yo elaboraría las curas que él necesitaba para los caballos y el servicio y también algunos polvos que conseguirían que su mujer, por fin, pudiera concebir un hijo. El matrimonio trataba por cualquier medio de conseguir un heredero, pero la salud de Mónica era frágil como el cristal. No estoy segura de si fueron mis remedios los que consiguieron que la mujer quedara embarazada, lo único que sé es que, tras su muerte y la muerte del niño durante el parto, Austin se dedicó a insultarme y a agredirme, acusándome de haber sido la causante de su desgracia. Durante meses me sentí amenazada. Yo no había tenido la culpa de sus muertes. Eran ellos los que habían forzado aquella situación.
Harta de los malos tratos de Austin, me encerré en mi pequeño laboratorio durante días. El temperamento del hombre no hacía más que empeorar, otras mujeres del servicio habían sufrido sus arrebatos de ira y lloraban cuando nadie podía verlas. Yo las escuchaba desde mi pequeño santuario cuando bajaban un par de escaleras para desahogarse durante algunos minutos.
Me miré los brazos amoratados. Las huellas de sus dedos estaban ahí, recordándome que era un hombre despreciable. Prefería no mirarme la cara. En su último arrebato me había partido el labio y me dolía la mandíbula. Yo había sido el objeto principal de su ira, pero no volvería a serlo. Nunca antes había pensado en usar el anillo que me regaló mi madre, hasta entonces. Tomé con decisión algunas de las plantas que empleaba para hacer remedios y con ellas elaboré un sutil veneno. La diferencia entre la medicina y el veneno radica en su dosis. Es algo que había aprendido desde pequeña. Con cuidado, vertí algunas gotas de color pardo en el pequeño compartimento de mi anillo y me aseguré de cerrarlo bien hasta que llegara mi oportunidad.
Austin solía tomar un buen vaso de té de hierbas por las tardes, tras su siesta, así que me aseguré de estar en las cocinas buscando algo de comer para entonces. Cuando la cocinera estuvo de espaldas a mí, me acerqué hasta la taza y abrí el compartimento con el pulgar. No me tembló el pulso. Rápidamente vacié el contenido, que cayó gota a gota al té, y me marché hacia la despensa. Cuando me vio, la cocinera ni siquiera me saludó, sino que levantó la cabeza con orgullo y me pasó, como hacía siempre. Aquella vez me dolió menos. Prefería ser invisible. Otra sirvienta se llevó poco después la taza, mientras yo devoraba un pedazo de pan. Me había asegurado de retirar cualquier resto de veneno que pudiera tener en las manos.
Repetí aquella operación durante meses, en los que la salud de Austin fue menguando poco a poco mientras le daba mil remedios que no tendrían éxito. El hombre murió sin sufrir demasiado, mientras dormía. Sus médicos no pudieron encontrar ni un solo resto del veneno ni ninguna planta en mi laboratorio por la que pudieran acusarme. Me aseguraba de destruir a diario los restos que pudieran quedar del veneno.
Al no tener un solo hijo, los sobrinos de Austin heredaron la casa y toda su fortuna. Ambos decidieron rápidamente que no necesitaban mis servicios, pues no había sido capaz de mantener a su tío con vida y había propiciado la muerte de su tía. A pesar de todo, parecían contentos con mi incompetencia. Gracias a mí, eran aún más ricos. Quizás por eso me dieron dinero de sobra como para poder vivir cómodamente, algunos vestidos viejos de la difunta, que yo me encargué de transformar en prendas mucho más cómodas y hermosas, y me facilitaron un carruaje que me llevó de vuelta a casa.
No soy capaz de describir la cara de felicidad de mis padres al verme volver sana y salva a nuestro hogar. Mi madre me besó y miró el anillo. Yo asentí con la cabeza. No necesitamos decir nada más. Teníamos mucho tiempo que recuperar.
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