Mi padre siempre me había pedido paciencia. Me agarraba del brazo con fuerza cuando estaba a punto de saltar hacia delante para evitar que algún soldado borracho agarrara a las muchachas de la aldea o el gobernador de la región se riera de algún campesino con el rostro lleno de pústulas. Mis vecinos, mi propia familia y yo pasábamos hambre a diario y el ejercito del emperador no encontraba otra diversión que no fuera humillarnos. Se justificaban en el hecho de que nuestra aldea había pertenecido al enemigo, a pesar de que nos habíamos rendido pronto, sin oponer resistencia. Éramos personas pacíficas, no teníamos otra opción. Todos los belicosos ya se estaban pudriendo en una fosa común, junto al molino, y mi padre temía que yo fuera el siguiente si me atrevía a alzar la voz ante las injusticias que nos ocurrían prácticamente a diario.
—No te preocupes hijo mío —me decía, con las manos sobre las rodillas flexionadas y la espalda muy recta—. Algún día tendrán el castigo que se merecen.
—¡Pero nadie hace nada! ¡Nadie está por encima de ellos!
—Algún día, la justicia divina caerá sobre ellos y entonces pagarán por sus pecados. Créeme. Nadie escapa a su castigo.
Siempre me decía lo mismo. Intentaba convencerme de que las personas crueles acababan pagando. Pensar que los dioses les juzgarían cuando murieran era una fantasía preciosa, pero no estaba hecha para mí. Y sin embargo... Ojalá hubiera sido capaz de creer. Así habría evitado nuestro triste final.
Todo ocurrió muy deprisa. Los soldados llegaron esa misma mañana, cargados con espadas de filo reluciente. Llevaban mucho tiempo sin aparecer y venían con ganas de provocarnos. Sabían que yo era una presa fácil. Me habían visto más de una vez hacer el amago de encararme con ellos y eran conscientes de que estallaría si encontraban la forma adecuada de hacerlo. Por ese motivo, dos de ellos fueron directamente a nuestros campos y volcaron varias sacas de sal en nuestros cultivos. Aquella vez mi padre no pudo detenerme. Estallé, cegado por la rabia, y los agredí. No era mucho más fuerte, tampoco estaba armado, así que fui un objetivo fácil. Me redujeron pronto, sin dudar al usar su espada. Entonces, mi padre trató de defenderme y corrió mi misma suerte. Mi madre tampoco pudo escapar.
Nos ataron a un poste, en mitad de la aldea y se aseguraron de que sirviéramos como ejemplo popular. Así se castigaba a los que se rebelaban. Ya no había muertes rápidas, sino latigazos y castigos físicos. Ni siquiera me atrevo a relatar lo que nos hicieron aquellos monstruos sin alma ni escrúpulos.
Mi último día, mi verdugo se acercó, espada en mano. Me preguntó si tenía algo que decir, pero yo negué con la cabeza. Estaba muy cansado y casi no podía hablar. Mis padres habían muerto días antes de hambre y agotamiento. Ya no me quedaban fuerzas ni ánimos.
El verdugo alzó la espalda y yo cerré los ojos. Ya no me quedaba nada, salvo comprobar si mi padre tenía razón y tras la injusticia terrenal, oscura y ponzoñosa, se encontraba aquella justicia de la que él, con tanto cariño y paciencia, me había hablado. Solo me quedaba saber si recibiría mi castigo por haber sido el culpable de la muerte de mis padres.
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