domingo, 27 de diciembre de 2020

La llave y el abismo

        Se encontraba oculta, encajada en la piedra. El moho y el barro que la cubrían apenas dejaban observar sus detalles, pero estaba convencido de que esa era la llave que tanto tiempo llevaba buscando y que tanto esfuerzo, sangre, sudor y lágrimas le había costado encontrar. Ylas recorrió rápidamente la zona con la vista, cerciorándose de que nadie le observaba y corrió hacia la espesura, perdiéndose en la oscuridad del bosque. Sus pasos le llevaban lejos mientras cerraba con fuerza sus manos temblorosas y llenas de cicatrices sobre la llave, aferrándola junto a su pecho. Tenía miedo. No podría soportar que volvieran a arrebatársela de nuevo. El joven, emocionado, tan solo podía pensar en aquel pequeño objeto por el que tanto había luchado, tan lejos de su hogar, tan lejos de las personas a las que quería. Solo pensaba en que por fin había logrado su objetivo. Sin embargo, su felicidad desapareció en cuanto levantó la vista. Se encontraba en lo más profundo del bosque, en un laberinto natural que lo había engullido en la penumbra de la noche. Desesperado, comenzó a buscar el portal por el que había cruzado, el único que le devolvería su propio mundo, pero no lo encontraba por ninguna parte. Rezaba en voz baja, rogando a sus dioses que no se hubiera cerrado, cuando escuchó a su espalda el crujir de las hojas y las ramas secas del bosque.

Ylas se detuvo, aterrado. Temía girarse y encontrarse con alguna de aquellas pesadillas que lo habían perseguido durante tanto tiempo. Esperaba que, aquello que allí estuviese, no pudiera verlo si él no miraba. Una fragancia almizcleña inundaba la zona del bosque en el que se encontraba y se oía una respiración agitada, hambrienta, el rechinar de unos dientes afilados. Un rugido fue suficiente para despertar todos sus sentidos. Aquella criatura y él ya se habían encontrado en otro tiempo. Ya se habían enfrentado antes. Ella también lo había reconocido.

Apretó la llave con fuerza, a punto de girarse para encontrarse de frente con los ojos rojizos a aterradores de la bestia. Sin embargo, el gruñido gutural de otra criatura le hizo detenerse. Sea lo que fuera que hubiera llegado, se abalanzó sobre su enemigo en una lucha encarnizada. Los latidos del joven se aceleraron y, temblando, echó a correr. Debía llegar al portal, la pequeña, sucia y arañada llave ardía, le quemaba en las manos como si se tratara de un hierro al rojo vivo. Deseaba tanto como él llegar a su hogar, clamaba regresar a su lugar y cumplir la función con la que había sido creada. Sin embargo, el destino quiso que un tronco caído, camuflado entre la sombría senda, le hiciera tropezar y caer de bruces sobre las raíces y las hojas de los árboles. La llave se escurrió de sus dedos y cayó al abismo que se abría a algunos pasos de él. El joven, con el rostro y las rodillas arañadas, no se lo pensó dos veces antes de saltar al vacío y desaparecer para siempre en la oscuridad. 

Noah era la exploradora más joven del grupo. Se había dedicado a la espeleología desde que era una niña y se enorgullecía de ser la única que tenía una vista tan aguda como para encontrar las reliquias más pequeñas en el fondo de los abismos más grandes. Sin embargo, lo que encontró aquel día podría haberlo encontrado cualquiera de sus compañeros. En el suelo empedrado, yacía un esqueleto vestido con harapos. Sin duda, debía de haber sido alguien extraño en vida, porque en ninguna de sus clases de historia le habían mencionado que alguna vez aquellos ropajes de lana hubieran estado de moda. Noah se acercó a él, emocionada y examinó con sumo cuidado los restos. Entre los huesos de las manos, que parecían una jaula amarillenta, se encontraba una pequeña llave repleta de símbolos extraños. Nada más verla, la joven se estremeció, sin saber muy bien por qué.

—¿Has encontrado algo? —preguntó la voz de su compañero desde algún punto de la parte superior del abismo.

—¡Aquí abajo hay un esqueleto! —exclamó.

—¿Tiene algo?

—Va vestido con ropa extraña… pero nada más.

—Ya mismo bajo. No te muevas de ahí.

Noah no sabía muy bien por qué había omitido que la llave se encontraba allí. Era un objeto que desprendía una energía extraña, misteriosa, casi mágica. La joven se arrodilló junto a los restos y se hizo con ella rápidamente, olvidándose de mostrar sus respetos a quien quiera que hubiera sido aquel desgraciado que cayó hasta el fondo del abismo y se destrozó el cráneo contra las rocas. Guardó con cuidado la pequeña reliquia en su mochila y, después de llamar a la policía y darle todos los detalles del hallazgo, se marchó a casa.

Durante meses, Noah no pudo dormir. Pasaba las noches en vela, investigando sobre aquel maravilloso objeto del que tan solo ella tenía conocimiento, pero ni la forma curvada de los dientes ni el material poroso concordaban con nada que se hubiera conocido. Hacía semanas que la joven había guardado la reliquia en un cajón. No podía verla sin sentir una profunda opresión en el pecho. Con el paso del tiempo, la llave se convirtió en una obsesión, ocupaba día y noche sus pensamientos, la escuchaba llamándola desde el cajón, vibrando contra la madera o incluso llorando. El día que volvió a casa y encontró que había escapado de su encierro y esperaba inmóvil sobre la alfombra de pelo blanco del salón, llegó a su límite. No podía soportarlo más, así que se colocó su equipo de exploración y con la llave bien sujeta en su puño se marchó al mismo lugar en el que la había encontrado.

Una vez en el filo del abismo, casi al atardecer, alzó su mano temblorosa. Agarraba la llave con la punta de los dedos. Estaba dispuesta a devolverla, no quería volver a saber de ella nunca más, así tuviera que entregársela al mismo demonio. Sin embargo, cuando los últimos rayos anaranjados pasaron por encima de la superficie de la llave, esta comenzó a brillar como Noah jamás hubo esperado que lo hiciera. De inmediato, cientos de destellos dorados comenzaron a flotar a su alrededor. Un pequeño rayo salió despedido de la reliquia y, ante sus ojos atónitos, se desplegó un aro neblinoso justo sobre el abismo. Todo en el bosque pareció vibrar con la aparición del portal y la corriente mágica que manaba del mismo. La joven, hipnotizada, trató de rozar aquella superficie que parecía oro líquido con los dedos. Dio un ligero paso adelante y el abismo se abrió ante ella, como una boca hambrienta que deseaba devorarla. La joven gritó, pero, de pronto, una mano repleta de cicatrices y que vestía las mismas ropas que el esqueleto que ella había encontrado, la agarró por la muñeca. Aquel desconocido dio un tirón y el portal la engulló, ahogando su grito y devolviendo al bosque el silencio que le pertenecía.

viernes, 18 de diciembre de 2020

Inexistencia

Apenas recuerdo cuánto tiempo hace que permanezco aquí, apartada del mundo real, de las ciudades de metal, del aire contaminado y enrarecido, de las calles atestadas de tráfico y transitadas por marionetas inertes, de los ruidos mecánicos que envuelven a la mayoría de la población mundial en un abrazo estridente y caótico. Hice bien apartándome de aquel mundo peculiar al que no pertenecía y al que apenas extraño. De entre todo lo que abandoné, creo que lo que menos hecho de menos es a mi terrible comunidad de vecinos, esos mismos desgraciados que hicieron pintadas en mi puerta y me tacharon de loca en tantas ocasiones, los que respiraron más aliviados que mi propia familia cuando me marché de casa.

A diario, mientras preparo el café, me pregunto si mi hermano no tendría razón cuando me dijo que había perdido la cordura. Por aquel entonces me enfadé con él, pero después de tanto tiempo de reflexión, me doy cuenta de que no estaban tan equivocado, que la equivocada era yo. Tal vez, debería haber hecho caso omiso a mi orgullo y haber ido antes a la consulta de un psicólogo, pero ya no importa, estoy alejada de toda persona o animal al que pueda dañar, en una pequeña cabaña al borde de un lago tan congelado como mis sentimientos. Donde un único sauce besa la sólida superficie cristalina con sus largas ramas, solitario y triste como yo. Solo nos tenemos el uno al otro. Es por eso que, a veces, cuando la nieve no me llega hasta las rodillas, me atrevo a salir al exterior y sentarme sobre la hierba con la espalda apoyada en su esbelto tronco. Allí le cuento mi vida y las ideas que tengo en mente, como ir a Japón cuando me recupere si es que llego a hacerlo. Sin embargo, rara vez me contesta. Es un maleducado.

El reloj de pared marca las tres de la tarde con tres golpes secos y profundos. Me aparto de la ventana fría y me acerco hasta el portátil violeta que me indica, parpadeando, que tengo un e-mail. A su lado, un papel en blanco me recuerda que tengo que ponerme a escribir. Es una pena que no me apetezca. Sé que antes había alguien que me animaba a comenzar, alguien incansable, que no dudaba en darme el pequeño empujón que necesitaba. ¿Un marido, tal vez? ¿Alguna vez estuve casada? Es posible. Mi hermano siempre mencionaba el nombre de otro hombre, un nombre que se perdió en los recovecos de mi memoria para siempre. Quizá nunca llegué a quererlo o tal vez lo amé demasiado. Después de que él se fuera fue cuando perdí la cabeza. O eso me contaron.

—No puedes vivir en el pasado —murmuro, parafraseando a mi hermano—. Tienes que seguir adelante, dejarte de gilipolleces y seguir adelante.

Sin embargo, hace tiempo que veo cómo todo el mundo sigue adelante mientras yo me quedo atrás, cómo pasan las horas, los meses y las estaciones, cómo se arrugan mis manos y se me encanece el cabello. Los labios se me agrietan, las arrugas se acentúan, sé que mi vida se acorta, sé que estoy malgastando uno de los regalos más importantes que el destino me ha dado. Soy escritora, por supuesto que lo sé, pero no puedo hacer nada. Hace mucho que la sangre no me corre por las venas. Me siento muerta. ¿Es acaso un pecado morir en vida? Si es así, yo iré al infierno y me llevaré conmigo la pequeña estatua de madera con forma de golondrina que me regaló mi padre antes de marcharse para siempre. Me dijo que volaría alto, no que me estrellaría tal y como lo había hecho. Si pudiera volver atrás en el tiempo, le pediría que me regalara un tigre para recuperar la fuerza que me falta o una serpiente para ser escurridiza y escapar rápido antes de que mi hermano me atrape en la cabaña. Si pudiera viajar en el tiempo… le pediría por favor, le suplicaría, que no se marchara. Aún me cuesta encajar su partida, cómo nos abandonó sin derramar una lágrima. Aún hago equilibrios en la cuerda floja de mi memoria para no echarme a llorar cada vez que lo recuerdo. ¿Fue la persona que amé tan insensible como mi padre? ¿Fue por eso por lo que la olvidé? ¿No podía soportar más dolor? 

Tomo un pequeño pincel que hay sobre la mesa y lo observo con detenimiento. Repaso la punta redondeada de madera con mi dedo, deseando que se transforme en el filo puntiagudo de un puñal. A estas alturas, soy capaz incluso de quitarme la vida con un tenedor, dormida, con alevosía, porque no me defenderé, ya no. Sin embargo, mi hermano se encargó de cambiar el menaje de metal por cubiertos de plástico. Se aseguró de que no pudiera hacerme daño. No hay nada en la casa que pueda usar como arma y eso me desespera aún más. La vida me pesa, me consumo lentamente, pero no puedo acelerar el proceso, no puedo remediar el dolor y la pesadumbre, las lágrimas no me limpian el alma. Tan solo puedo esperar, sometida al terror constante de una vida vacía que ya no me pertenece y que ya  no quiero.  

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Al borde del acantilado

    Como cada lunes, recorro la misma carretera. Este desgastado camino se ha convertido en mi única obsesión. En mi memoria está grabada a fuego cada grieta del asfalto, soy capaz de reconocerlas mejor que mis propias arrugas de expresión. En el reproductor siempre suena la misma canción, anticuada y melancólica, la que tanto te gustaba y la que escucho como penitencia por no decir una sola palabra a tu favor. Aún puedo percibir tu aroma, impregnado en los asientos de cuero. Incluso le echo una ojeada al espejo roto del retrovisor esperando vislumbrar mil veces tu sonrisa cargada de luz en alguna parte del asiento trasero. Pero ya no estás, ya no puedo encontrarte por mucho que lo intente.  

    La noche se acerca y he llegado al final. Me bajo del vehículo y doy un sonoro portazo, tratando de romper el silencio mortuorio que rodea el acantilado y tal vez espantar al que ha amordazado mi existencia. Hace demasiado tiempo que no soy capaz de escuchar el sonido de mi propia vida, solo el del remordimiento y la culpa.

    Me siento a pocos pasos del borde irregular y cruzo las piernas. Entre mis manos llevo tu última carta. La tinta se ha emborronado por culpa de la lluvia y el papel está arrugado por el viento, pero por muy estropeado que esté, no pienso deshacerme de tu último recuerdo tangible ni del pequeño lirio que dibujaste junto a tu firma.

    La niebla desciende poco a poco, arrastrándose por el valle, cubriendo con su manto las casas bajas del pueblo. La noche está cayendo y los espectros me observan, ocultos entre los árboles. Saben a qué he venido y quieren ser testigos. Con un leve movimiento de muñeca, abro el portal del recuerdo, ese que tú me enseñaste a invocar cuando solo éramos unos críos y es que, aunque yo fuera mayor, tú siempre fuiste mucho mejor mago. La magia que corría por tus venas era mucho más poderosa.


    Suspiro, al otro lado del portal está nuestra casa, ahora solo un edificio en ruinas, desolado e impregnado con la maldición ponzoñosa que te lanzaron nuestros padres cuando descubrieron tu condición, cuando te maldijeron por no ser lo que ellos esperaban, cuando decidiste amar libremente lejos de lo que se te había inculcado desde pequeño. Decidiste abandonar ese armario carcomido que te asfixiaba aun a sabiendas de que tu vida quedaría para siempre patas arriba.

    Veo a padre, sentado en el sofá de polipiel. Su rostro está enrojecido, no puede creer lo que le dices. Sin duda, piensa que su hijo se ha convertido en un monstruo, que está enfermo, que es un depravado. Nuestra madre sale de la cocina, disgustada. Nunca quiso ver las señales que indicaban que su hijo menor no era como los demás, después tampoco quiso ser consciente de cómo te consumías a causa de su rechazo, de cómo cada lunes recorrías la carretera hasta el acantilado. Nadie quiso ayudarte hasta que fue demasiado tarde, hasta que tomaste tu última decisión; diste un paso fuera del precipicio y el bosque te engulló para siempre.