Como cada lunes, recorro la misma carretera. Este desgastado camino se ha convertido en mi única obsesión. En mi memoria está grabada a fuego cada grieta del asfalto, soy capaz de reconocerlas mejor que mis propias arrugas de expresión. En el reproductor siempre suena la misma canción, anticuada y melancólica, la que tanto te gustaba y la que escucho como penitencia por no decir una sola palabra a tu favor. Aún puedo percibir tu aroma, impregnado en los asientos de cuero. Incluso le echo una ojeada al espejo roto del retrovisor esperando vislumbrar mil veces tu sonrisa cargada de luz en alguna parte del asiento trasero. Pero ya no estás, ya no puedo encontrarte por mucho que lo intente.
La noche se acerca y he llegado al final. Me bajo del vehículo
y doy un sonoro portazo, tratando de romper el silencio mortuorio que rodea el acantilado
y tal vez espantar al que ha amordazado mi existencia. Hace demasiado tiempo
que no soy capaz de escuchar el sonido de mi propia vida, solo el del
remordimiento y la culpa.
Me siento a pocos pasos del borde irregular y cruzo las piernas.
Entre mis manos llevo tu última carta. La tinta se ha emborronado por culpa
de la lluvia y el papel está arrugado por el viento, pero por muy
estropeado que esté, no pienso deshacerme de tu último recuerdo tangible ni del
pequeño lirio que dibujaste junto a tu firma.
La niebla desciende poco a poco, arrastrándose por el
valle, cubriendo con su manto las casas bajas del pueblo. La noche está
cayendo y los espectros me observan, ocultos entre los árboles. Saben a
qué he venido y quieren ser testigos. Con un leve movimiento de muñeca, abro el
portal del recuerdo, ese que tú me enseñaste a invocar cuando solo éramos unos críos y es que, aunque yo fuera mayor, tú siempre fuiste mucho mejor mago.
La magia que corría por tus venas era mucho más poderosa.
Suspiro, al otro lado del portal está nuestra casa, ahora
solo un edificio en ruinas, desolado e impregnado con la maldición
ponzoñosa que te lanzaron nuestros padres cuando descubrieron tu condición,
cuando te maldijeron por no ser lo que ellos esperaban, cuando decidiste amar
libremente lejos de lo que se te había inculcado desde pequeño. Decidiste
abandonar ese armario carcomido que te asfixiaba aun a sabiendas de que
tu vida quedaría para siempre patas arriba.
Veo a padre, sentado en el sofá de polipiel. Su
rostro está enrojecido, no puede creer lo que le dices. Sin duda, piensa que su
hijo se ha convertido en un monstruo, que está enfermo, que es un depravado. Nuestra
madre sale de la cocina, disgustada. Nunca quiso ver las señales que
indicaban que su hijo menor no era como los demás, después tampoco quiso ser
consciente de cómo te consumías a causa de su rechazo, de cómo cada lunes
recorrías la carretera hasta el acantilado. Nadie quiso ayudarte hasta que fue
demasiado tarde, hasta que tomaste tu última decisión; diste un paso fuera del precipicio y el bosque te
engulló para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario