Caminamos cogidos del brazo. Es
una fría mañana de octubre, de esas que ya apenas se recuerdan por culpa del
calor cada vez más presente en nuestras vidas. Había cogido el abrigo largo y negro,
que casi arrastraba hasta el suelo, y me lo había colocado sobre mi ropa,
completamente negra. También llevaba gafas de sol. No quería que nadie repasara
con su mirada mis ojos enmarcados por grandes y moradas ojeras.
Llevaba días sin dormir, días
angustiosos que acababan allí, en aquellas calles blancas y desiertas,
vigiladas por los ojos muertos de los ángeles de piedra. Ojos que nos
observaban, que sabían que no pertenecíamos a aquel lugar, pero que algún día
iríamos a parar allí, muy cerca, y ellos nos custodiarían. Todos tendríamos el
mismo final.
—¿Puedes andar? —me preguntas,
levantándome un poco.
Yo asiento lentamente. Me
encuentro ausente. Estoy en un lugar lejano. Las lápidas, las cruces, las
figuras de humanos con alas que sollozan sobre las tumbas no me representan. Mi
vida no es tan deprimente, nunca lo ha sido. Yo soy diferente. Ya va siendo
hora de despertar de esta maldita pesadilla.
—¿Quieres un poco de agua?
—Estoy bien —contestó, con la voz
algo pastosa.
Algo dentro de mí no funciona
adecuadamente desde hace meses. Lo sé, lo noto perfectamente. Desde que una persona
tan importante para mí comenzó a caer no soy lo que era. Y todo por culpa de
esas malditas drogas, del alcohol, el juego, el sexo… Quise alejarle de todo
eso, pero en su caída me arrastró con él. Me dejé caer para estar a su altura,
pero por suerte aún puedo respirar, aún no estoy de todo en el fango. Aún puedo
salir.
Los ángeles me siguen mirando.
Saben que hay algo que chirría en mi interior, los engranajes están oxidados,
les cuesta moverse. Mi alma está averiada y mi cabeza también. Ellos lo saben
todo.
—Era mi único amigo… —murmuro. Y
tú bajas la vista.
—Parece que no sabes andar
—dices, tratando de quitarle hierro al asunto. No quieres decirme que él no tenía
a nadie más que a mí. Yo era la única persona que lo aguantaba y lo consolaba—.
Un pie detrás de otro. No te salgas de la línea.
—Eso intento…
Pero por mucho que lo intento no consigo
dar ni un solo paso correcto.
—Ven. Siéntate.
Me dejas caer sobre un pequeño
muro de contención, entre dos cipreses polvorientos que apuntan hacia el cielo
como largos dedos que está a punto de tocar a Dios. Vas a por una botella de
agua y me das poco a poco de beber. Aunque no quiera reconocerlo, no estoy en
condiciones.
Me dejo caer sobre tu hombro,
lentamente. Cierro los ojos. Tu calor es mi refugio. Tus manos me alimentan, me
sostienen. Si no hubiera sido por ti me habría derrumbado en demasiados
momentos de mi vida. Acaricio con el pulgar el anillo de plata de tu dedo
anular. Nuestro compromiso.
Sonrió y me dejo envolver por ti.
Eres el único ángel que quiero a mi lado hasta el día que no tenga más remedio
que abrazar a los ángeles de piedra que me vigilarán y me protegerán del fuego
eterno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario