Era difícil decidir a pesar de
todo. Siempre me había gustado la magia, pero el camino de la espada también me
llamaba. Ser quien protegiera a todo un pueblo, la persona que los dirigiera
más allá de sus límites y les permitiera abrir su mente era realmente tentador.
Quizás el bastón de mago me diera sabiduría, pero la espada me daba fuerza para
pelear, para atacar, pero también para defender. No sabía muy bien qué hacer.
El Consejo me miraba con ojos ansiosos. Me analizan. Sabían lo que estaba
pensando. Al fin y al cabo, eran las personas más sabias de todo el reino y las
que esperan que mi destino lo decida todo.
Suspiré. Me sudaban ligeramente
las manos. Una vez todo empezara, ya no habría vuelta atrás, me había costado
demasiado dinero llegar hasta allí, todo lo que había ahorrado durante meses.
Elegí con cuidado el bastón de mago. La sabiduría siempre me había parecido más
importante, después de todo. Una luz brillante inundó toda la sala y mis manos
se tiñeron de un tono rojo y brillante, con betas anaranjadas. Ahora tenía más
poder que nunca.
La sonrisa de los hombres y
mujeres del Consejo se ensanchó. Pude ver sus dientes blancos y perfectos.
—Te damos la bienvenida al
Consejo de Ástral —dijo, la mujer más anciana. Su rostro arrugado era dulce y
amigable—. Eres tú a quien tanto tiempo hemos esperado.
—Solo tú puedes salvarnos
—continuó el hombre que estaba sentado a su derecha, sobre un gran trono de
bronce—. El mal nos acecha. Dreorn, el Señor de las Tinieblas ya ha arrasado
gran parte del este de nuestro reino.
Se hizo el silencio. Yo no tenía
nada que decir, solo esperar a que ellos continuaran hablando. Debía mostrarle
el respeto que merecían por ser quienes eran, por poseer los poderes que
poseían.
No había sido sencillo llegar
hasta su palacio, emplazado en la montaña más alta de todo Ástral y no podía
perder por un error todo lo que había sacrificado para poder cruzar las puertas
altas de la sala del Consejo.
—El oráculo ha hablado —sentenció
la mujer sentada a la izquierda. Su piel era más oscura que la del resto y
llevaba un recogido que realzaba la dureza de sus facciones—. Tú eres nuestra
última esperanza.
De pronto, una voz resonó a mis
espaldas.
—¡La mesa ya está puesta!
Pulsé el botón de pausa del mando
con un suspiro de resignación. Siempre pasa lo mismo. No había mejor momento
para comer o para dormir que cuando mis juegos llegaban a la parte más
importante.
—¡Ya voy!
—¡Como tardes más de cinco
minutos en venir hasta aquí, te vas a enterar! —gritó mi padre desde la cocina y
recuerdo que me estremecí.
Apagué la tele y dejé la consola
funcionando. No iba a perder todo lo que había conseguido esa mañana y tampoco
quería que me castigaran con dureza. Dejé el mando sobre el escritorio y salí
corriendo. Ese día tocaba verdura. Tendría que taparme la nariz para poder
tragarla.
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