Sigo caminando bajo la lluvia. Estoy
empapada, el agua ha calado hasta mi ropa interior y, sin embargo, sigo andando
por las calles encharcadas.
El coche de Víctor viene detrás
de mí. Escucho su motor. Soy consciente de que no me dejará en paz hasta que no
se haya convertido en mi salvador. En el príncipe de reluciente armadura que me
rescate del dragón. Aunque ya no hubiera ningún dragón al que matar. Porque el
dragón ya estaba muerto.
En veinte minutos, llego al
apartamento. Víctor había dejado de perseguirme para llegar antes. Está allí,
frente a la puerta, esperando de brazos cruzados.
—Julia… ¿Quieres escucharme?
Le dirijo una mirada cargada de
ira. Es más que evidente que no quiero escucharle.
—Aparta. Quiero abrir la puerta y
entrar en casa.
—No. Antes tienes que escucharme.
—Aparta —repito. Cada vez estoy
más enfadada.
Víctor mira mi mano y palidece. He
cogido las llaves de manera que las puntas afiladas quedan hacia afuera, entre
mis dedos. Es un truco que León me había enseñado para defenderme cuando apenas
éramos unos niños.
—No tienes que ponerte así.
—Que te apartes.
Él se hace a un lado y yo abro
rápidamente la puerta. Me giro a toda velocidad. Quiero impedirle la entrada,
pero él coloca su pie en el quicio de la puerta. Es insistente. Siempre lo ha
sido.
—Solo quiero ayudarte. Me has
dejado muy preocupado.
—Podrías haberte preocupado por
mí todos estos meses. Ahora ya es tarde.
Hizo algo de fuerza con sus
brazos para abrir la puerta. Yo la retuve con mi cuerpo. No estaba dispuesta a
dejarle pasar. Costara lo que costase.
—Gracias a mí estás viva. Si no
hubiera llegado a tiempo ahora estarías en el cauce del río.
—Mañana te mandaré unas flores
para agradecértelo —dije, malhumorada.
—¿Cómo puedes ser así? ¿Cómo
puedes dejarme aquí cuando quiero apoyarte? ¿Cómo puedes olvidarte de todo lo
que hemos pasado juntos?
—Igual que lo has olvidado tú.
Vete. O esta vez llamaré a la policía. No voy a volver a callarme.
Víctor contrajo los labios en una
fina línea y se apartó de la puerta. Sin dejarle decir ni una palabra más,
cerré con fuerza y eché la llave. Golpeé con la palma la madera blanca y grité.
¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿Cómo podía haber estado tan ciega tanto
tiempo? ¿Por qué había dejado que los remordimientos me atormentaran de aquella
manera? ¿Por qué no había dejado de culparme a mí misma por destruirlo todo? Yo
no había sido la única culpable. ¿Por qué había sido tan débil?
Me encaminé hacia el dormitorio.
Cogí todas las fotos que tenía con Víctor, el tabaco y el mechero. Este último
fue el primero en salir volando por el balcón. Seguidamente, el paquete de
cigarrillos a medias y por último, una a una, las fotos de la que había sido una
de las persona que más había amado en mi vida. Los marcos y los cristales
reventaban al golpear contra el suelo del descampado que tenía frente a mí.
Quizás me había equivocado. Tal
vez tenía que haber quemado todo y tirar después el mechero. Pero ya poco
importaba.
Me quité la ropa empapada y me di
una ducha larga y caliente. Cambié las sábanas por unas limpias y me metí en la
cama. Por fin, después de muchos meses, tuve una noche tranquila sin tormentos
ni fantasmas.
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