martes, 22 de octubre de 2019

Fortaleza


Sigo caminando bajo la lluvia. Estoy empapada, el agua ha calado hasta mi ropa interior y, sin embargo, sigo andando por las calles encharcadas.
El coche de Víctor viene detrás de mí. Escucho su motor. Soy consciente de que no me dejará en paz hasta que no se haya convertido en mi salvador. En el príncipe de reluciente armadura que me rescate del dragón. Aunque ya no hubiera ningún dragón al que matar. Porque el dragón ya estaba muerto.
En veinte minutos, llego al apartamento. Víctor había dejado de perseguirme para llegar antes. Está allí, frente a la puerta, esperando de brazos cruzados.
—Julia… ¿Quieres escucharme?
Le dirijo una mirada cargada de ira. Es más que evidente que no quiero escucharle.
—Aparta. Quiero abrir la puerta y entrar en casa.
—No. Antes tienes que escucharme.
—Aparta —repito. Cada vez estoy más enfadada.
Víctor mira mi mano y palidece. He cogido las llaves de manera que las puntas afiladas quedan hacia afuera, entre mis dedos. Es un truco que León me había enseñado para defenderme cuando apenas éramos unos niños.
—No tienes que ponerte así.
—Que te apartes.
Él se hace a un lado y yo abro rápidamente la puerta. Me giro a toda velocidad. Quiero impedirle la entrada, pero él coloca su pie en el quicio de la puerta. Es insistente. Siempre lo ha sido.
—Solo quiero ayudarte. Me has dejado muy preocupado.
—Podrías haberte preocupado por mí todos estos meses. Ahora ya es tarde.
Hizo algo de fuerza con sus brazos para abrir la puerta. Yo la retuve con mi cuerpo. No estaba dispuesta a dejarle pasar. Costara lo que costase.
—Gracias a mí estás viva. Si no hubiera llegado a tiempo ahora estarías en el cauce del río.
—Mañana te mandaré unas flores para agradecértelo —dije, malhumorada.
—¿Cómo puedes ser así? ¿Cómo puedes dejarme aquí cuando quiero apoyarte? ¿Cómo puedes olvidarte de todo lo que hemos pasado juntos?
—Igual que lo has olvidado tú. Vete. O esta vez llamaré a la policía. No voy a volver a callarme.
Víctor contrajo los labios en una fina línea y se apartó de la puerta. Sin dejarle decir ni una palabra más, cerré con fuerza y eché la llave. Golpeé con la palma la madera blanca y grité. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿Cómo podía haber estado tan ciega tanto tiempo? ¿Por qué había dejado que los remordimientos me atormentaran de aquella manera? ¿Por qué no había dejado de culparme a mí misma por destruirlo todo? Yo no había sido la única culpable. ¿Por qué había sido tan débil?
Me encaminé hacia el dormitorio. Cogí todas las fotos que tenía con Víctor, el tabaco y el mechero. Este último fue el primero en salir volando por el balcón. Seguidamente, el paquete de cigarrillos a medias y por último, una a una, las fotos de la que había sido una de las persona que más había amado en mi vida. Los marcos y los cristales reventaban al golpear contra el suelo del descampado que tenía frente a mí.
Quizás me había equivocado. Tal vez tenía que haber quemado todo y tirar después el mechero. Pero ya poco importaba.
Me quité la ropa empapada y me di una ducha larga y caliente. Cambié las sábanas por unas limpias y me metí en la cama. Por fin, después de muchos meses, tuve una noche tranquila sin tormentos ni fantasmas.

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