Esta noche he tenido un sueño
extraño. Estaba sentada en el círculo de piedra, con las piernas cruzadas.
Frente a mí ardía una gran hoguera de color verde claro. Estaba tan cerca que
podría haberme quemado con las llamas de colores y sin embargo, el fuego era
templado. Cálido. Acogedor. Inspirando, cerré los ojos y me dejé embriagar por
el perfume que desprendían las llamas. Romero. Flores silvestres. Canela…
Poco a poco, abrí los ojos. La
luz de la hoguera había menguado. Y yo no quería que se apagase. Quería que
siguiera ardiendo y alimentara mi energía tal y como lo estaba haciendo.
Me sobresalté y di un ligero
respingo. Frente a mí ya no ardía un gran fuego, sino que se encontraba un
hombre de piel tostada, con la espalda, los brazos y las caderas cubiertas de vello
pardo. Tan solo llevaba unos pantalones anchos de color crema y sus pies, cubiertos de pelo, estaban descalzos. Estaba sentado con las piernas cruzadas y los
las manos enlazadas sobre el vientre. Sus ojos eran de un color verde intenso y
su sonrisa, enmarcada por una barba larga, era tierna. Sobre su cabeza, se
erguían unos grandes e imponentes cuernos de ciervo.
Tenía frente a mí a Cernunnos. El
Dios Verde.
Me quedé sin palabras. Petrificada. Era tan
real que jamás habría imaginado que soñaba. Con elegancia, el dios se incorporó
y dio un par de pasos hacia mí. Me tendía su mano derecha, por la que reptaba
una serpiente plateada. Yo la acepté y me levanté. La serpiente fría y húmeda se enroscó
en mi muñeca.
Los ojos del dios quedaron muy por encima de los míos, así que tenía que agachar la cabeza si quería mirarme fijamente. Pronunció algunas palabras es un idioma arcaico que yo no comprendía y entonces se arrodilló frente a mí. Con suma delicadeza, tocó mi vientre con las puntas de sus cuernos. Inmediatamente, un calor sofocante se apoderó de mi cuerpo.
Los ojos del dios quedaron muy por encima de los míos, así que tenía que agachar la cabeza si quería mirarme fijamente. Pronunció algunas palabras es un idioma arcaico que yo no comprendía y entonces se arrodilló frente a mí. Con suma delicadeza, tocó mi vientre con las puntas de sus cuernos. Inmediatamente, un calor sofocante se apoderó de mi cuerpo.
Y entonces desperté.
Leonard roncaba junto a mí,
tumbado de medio lado. Su cuerpo moreno estaba bañado por la luna creciente que
se colaba por la ventana. La estancia seguía cálida a pesar de que en la chimenea
solo quedaban cenizas. Con cuidado de no despertarle, me incorporé sobre el
lecho y miré por la ventana. Aún esperaba ver a aquel dios con cuernos de
ciervo pululando por los árboles que rodeaban la cabaña.
Sonreí y acaricié mi vientre. Si
mi sueño era acertado. Si había sido una premonición. En nueve lunas, Leonard y
yo tendíamos un niño en nuestros brazos.
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