Estoy de pie, frente al espejo.
Esa persona, al otro lado, no soy yo. Está demasiado delgada. La ropa le cuelga
de los brazos huesudos y los pantalones apenas se sujetan en la cintura. Tiene
los ojos hundidos y el cabello pajizo y seco. Está triste. Y desgastada. Pálida.
Muerta.
Me siento poco a poco sobre el
suelo frío y la chica del espejo también lo hace. Me mira. Yo la miro a ella.
Muevo un brazo y ella me imita. No parpadeo. Quiero soprenderla haciendo un
movimiento distinto. Decirle que ha fallado a la hora de seguir cada uno de mis
pasos. Esa chica no soy yo. No es mi reflejo. Yo no puedo tener un aspecto tan
horrible.
Me enciendo un cigarrillo. Ella
tiene otro. El humo que sale de sus pulmones es exactamente igual al que sale
de los míos. Sus ojos pardos, febriles y húmedos, idénticos a los que arden
entre mis párpados. Me duele la cabeza. Quizás a ella también le duela y, al
igual que yo, no mueva un solo músculo para evitarlo. Hace días que el médico me
recetó algunos medicamentos para el resfriado. Sin embargo, he decidido no
tomarlos. Dice que son seguros. Me ha recalcado que no me harán ningún daño, aunque
tome una pastilla —comprimido lo llama él— tras otra. Así no me interesa
medicarme. Al menos el tabaco me mata lentamente.
La puerta de la entrada se abre.
Se escuchan unos pasos por el pasillo, pero yo prefiero no moverme. Solo hay
una persona a parte de mí que tenga la llave del apartamento y me ha dejado claro más de
una vez que no quiere volver a verme. Los pasos se acercan, Cada vez están más
cerca del dormitorio. De mi pequeño refugio. Se detienen a mi espalda. En la
puerta.
—Pensaba que no estabas aquí —dices.
Tu voz es muy fría.
Yo simplemente me encojo de
hombros. Tengo la vista clavada en las manos huesudas de la chica del espejo.
En sus nudillos pálidos y despellejados.
—Se suponía que hoy ibas a estar
fuera. Que me ibas a dejar recoger mis cosas en paz.
—No voy a molestarte… —murmuro—.
Puedes hacer lo que quieras.
Entras dentro y abres el armario.
Escucho cómo corres la cremallera de la maleta y empiezas meter toda tu ropa
dentro. También tus libros, tus discos, todo lo que alguna vez fue tuyo y quisiste
compartir conmigo. Cierras de nuevo la cremallera, rápidamente, con un sonido
agudo. Colocas la maleta en el suelo y la arrastras. Hasta que quedas detrás de mí.
Veo tus botas en el espejo. Están relucientes. Tú siempre has sido reluciente. Das
media vuelta y te marchas. Sin decir ni una palabra más. Tus pasos resuenan con
fuerza en el pasillo. La puerta se abre. Pasas. Y la cierras con un portazo que
me estremece.
No puedo moverme. Estoy
paralizada. No puedo hacer nada. Tan solo temblar. Me enjugo lentamente las
lágrimas con la manga de mi sudadera y levanto la vista. La chica del espejo
también está llorando. Sus ojos están enrojecidos. También sufre tanto como yo.
Acaricio con cuidado la fría superficie del espejo. Quizá sí sea mi reflejo. Quizás haya dejado de soñar. No puedo escapar
de las pesadillas despertando. Todo es real.
Tan real que hiere en lo más profundo del alma.
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