¿Por qué no deja de sonreír? ¿Por
qué no me maldice y me manda al infierno? Me está enfadando. Su actitud pasiva es tan irritante como siempre. ¿Por qué finge que nada le afecta?
—¿Por qué no te enfadas, joder? —le
pregunto, a punto de perder los nervios.
—No puedo enfadarme contigo.
Estamos en las afueras, cerca de su
casa, en un parque infantil abandonado. Algunos balancines han sido arrancados
de sus soportes. Otros están arañados y torcidos. El tobogán lleno de graffitis y desconchado podría
cortar la suave piel de un niño se si atreviera a deslizarse por él. Aquel parque
era el vivo retrato de la sociedad que vivía en los suburbios, lejos del lujo del centro de la ciudad, lleno de turistas obesos y sudorosos. Una sociedad maltratada y marchita a la
que León y yo pertenecíamos.
—Deberías enfadarte. Te estoy
diciendo que no quiero volver a verte.
Él le da una calada a su cigarro.
Tiene los ojos vueltos hacia el cielo oscuro, sin estrellas. La luz de la
ciudad las engulle todas las noches.
—¿Lo dices tú o lo dice el niño
rico con el que te acuestas?
—Lo digo yo —contesto, con
seriedad.
—No te creo.
León se echa a reír y apaga el
cigarro en el muro bajo, de ladrillo, en el que está apoyado. Yo frunzo el ceño.
Odio que me trate como si no supiera lo que estoy diciendo, como si fuera una
marioneta. Él se acerca poco a poco. Me mira con sus ojos oscuros y con su
sonrisa, la sonrisa pícara que siempre tenía grabada en el rostro a fuego.
—No sigas —le advierto, con las
manos alzadas.
—¿Y qué pasa si sigo, eh?
—pregunta.
Doy un paso hacia atrás, pero la
verja del parque me detiene. No puedo escapar. Estoy entre la espada y la
pared. Lo miro, desafiante. Sabe que soy capaz de hacer cualquier cosa, pero
aún así se sigue burlando de mí.
—¿Vas a gritar? ¿O me vas a
pegar? ¿Por qué no llamas a la policía? Seguro que ni se lo piensan antes de
ponerme las esposas. Quizás hasta te arresten a ti —dice, y se acerca aún más.
Puedo sentir su aliento en mi piel—. No deberías olvidar quiénes somos.
—No somos nadie —le contesto.
Su sonrisa se ensancha. Aparta un
mechón de cabello de mi rostro y lo pasa por detrás de mi oreja
izquierda.
—Pues no lo olvides.
Se inclina veloz hacia mí y me
roba un beso. No puedo evitarlo. La rabia me puede. Con todas mis fuerzas, le
doy una bofetada y le giro la cara. Él se ríe. Por mucho que le golpee no va a
desistir. Sabe lo que late en mi interior, sabe que me tiene en sus manos,
aunque quiera separarme de él. Aunque yo quiera que me deje en paz. Le da
igual.
—Solo piensas en ti mismo.
—Soy tan egoísta como tú.
Se acerca de nuevo. Acaricia mi
mejilla con la punta de su nariz y me mira. Sus ojos están repletos de
oscuridad insondable, de misterio. León es riesgo, es aventura, pero también
intranquilidad, peligro y miedo. Todo lo contrario a la persona que me esperaba
lejos de los suburbios, en un barrio más seguro.
León vuelve a besarme, esta vez
más despacio, con más delicadeza, y me sorprendo correspondiéndole, enredando mis
dedos en su cabello. Me abrazo a él y él me envuelve con sus brazos que, lejos
de ser un refugio, son una trampa de la que no puedo escapar.
—Sabía que no lo decías en serio
—murmura y le da una nueva calada a su cigarro.
Si no me estuviera sujetando me
dejaría caer hasta el suelo. Estoy al borde de las lágrimas.
—No quiero hacerle daño, León.
—Pues déjalo y ven conmigo. Ya
sabes que nosotros dos nos lo pasamos en grande cuando estamos juntos. En todo.
Me guiña un ojo y yo enrojezco
hasta las orejas.
—¿Qué tal si vamos a mi casa?
Tengo una botella precintada aún y también algo para fumar.
Tira de mi mano, pero yo me
resisto. No quiero que ocurra nada y él me promete que no pasará con una de sus más encantadoras sonrisas.
Al final, esa promesa no se cumple y acabamos pasando la madrugada juntos, por culpa de las drogas y el alcohol, hasta que el sol despunta. Cuando me levanto sigue dormido. Ronca profundamente. Abro la ventana y me asomo. Abajo hay un patio sucio y deprimente. Me dejo caer con un suspiro sobre el alféizar.
Al final, esa promesa no se cumple y acabamos pasando la madrugada juntos, por culpa de las drogas y el alcohol, hasta que el sol despunta. Cuando me levanto sigue dormido. Ronca profundamente. Abro la ventana y me asomo. Abajo hay un patio sucio y deprimente. Me dejo caer con un suspiro sobre el alféizar.
¿Qué he hecho?
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