Charlotte se vio obligada a salir a la azotea. La conexión la había agobiado más que de costumbre. Sus amigos no la entendían, nadie la entendía en aquella ciudad, ni siquiera los hombres y mujeres de las galerías subterráneas, donde solía ir a pasar el rato a menudo. Ella necesitaba algo más que cables, programas, consolas y datos, necesitaba algo que no sabía si existía dentro de aquella cúpula de metacrilato que rodeaba su ciudad, su hogar. Allí, en Ranix, habitaban millones de personas, recluidas en sus habitaciones minúsculas, conectadas a cada minuto en el torrente de datos que fluía por las fachadas, los cimientos y las galerías. Pocos, como Charlotte, salían al exterior iluminado por los neones. Pocos seguían conservando los ojos o incluso las piernas. Ya no los necesitaban. La conciencia era más que suficiente para ellos. Mientras pudieran seguir conectados, seguirían viviendo en su propia realidad, en sus cascarones hechos de datos.
La muchacha se dejó caer poco a poco sobre la barandilla de metal. Había ahorrado mucho para ir renovando lentamente su cuerpo por prótesis de acero inoxidable. Un cuerpo humano no duraba demasiado tiempo, tal vez noventa o cien años como mucho, y uno de metal de calidad costaba demasiado como para poder permitírselo en un solo pago. La inmortalidad en un cuerpo perfecto era un lujo que muy pocos podían permitirse.
—¿Qué ha pasado ahora?
Charlotte se volvió para recibir a Travis con una amplia sonrisa plateada. Las placas de su rostro soltaron un ligero chirrido al moverse. Debía engrasarlas antes de dormir, pero pocas veces encontraba el momento para hacerlo.
—Me ha dado un poco de ansiedad estar ahí dentro, eso es todo.
El hombre, aún de carne y hueso, se acercó a ella y sacó una caja de cigarros. Se jactaba de haber robado un cargamento entero hacía años, antes de llegar a la ciudad y no volver al exterior nunca más. En Ranix todo era artificial, pero no se vivía mal siempre que se cumplieran una serie de normas. Entre ellas estaba no involucrarse en la política.
—¿Quieres uno?
Charlotte negó con la cabeza. Sus pulmones aún no habían sido sustituidos y estaban débiles. Hacía años que no hacía ejercicio.
—Vas a matarte.
—Qué emocionante. ¿No crees?
—Emocionante es saber qué nos deparará el futuro, Travis, no morir por haber fumado esa mierda.
—Esta mierda, como tú dices, me da la vida y me quita el estrés. Toma —dijo, ofreciéndole uno ya encendido. Ella lo aceptó poco convencida. Aún así le dio una calada—, te vendrá bien. Aún tienes un cerebro humano. ¿Es lo último que reemplazarás no?
La muchacha asintió. Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a ese paso. Había escuchado historias sobre lo que ocurría cuando se reemplazaba un órgano tan importante, como que ciertos recuerdos se perdían para siempre, que incluso se alteraba el ánimo o el carácter. Algunos, habían dejado de ser ellos mismos después de la intervención.
—Aún no estoy segura —murmuró, abstraída. Los neones azules iluminaban su rostro de metal—. Hay una parte de mí que se niega a ser del todo...
—¿Una máquina? —preguntó Travis, con una sonrisa—. Lo pensé el día en el que te conocí. Pensé que dentro de todos esos circuitos y esas placas, aún latía un alma humana. Lo creas o no, en Ranix no hay muchas.
—Qué tontería. Hay millones de conciencias en Ranix y todas humanas.
El hombre volvió a dedicarle una sonrisa. Con un ligero gesto, apagó el cigarro sobre la barandilla y lo lanzó a la calle, a decenas de metros bajo sus pies.
—No todas las conciencias albergan humanidad, Charlotte. No lo olvides nunca.
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