sábado, 16 de mayo de 2020

Susurros

Hacía años que nadie entraba a aquella ruinosa catedral. Desde que la ciudad entera colapsara, todo había acabado hecho pedazos. Décadas atrás, la revueltas de los nuevos veinte habían acabado con el orden establecido, los insurrectos habían derrocado al gobierno después de años en los que se había vertido demasiada sangre de ambos bandos y ciudades enteras habían ardido hasta los cimientos, hasta convertirse en cenizas. Por suerte, la ciudad de mis padres, Oriall, prefirió rendirse y que sus habitantes sobrevivieran a enfrentarse a un nuevo ataque. La población no habría resistido otro bombardeo más, tampoco se lo merecía. Por aquel entonces, en Oriall tan solo vivían civiles muy pobres, principalmente niños refugiados de otras zonas arrasadas del país.
—Da miedo, ¿eh?
Asentí lentamente con la cabeza. La catedral, cargada de decoraciones florales y estatuas, estaba llena de polvo y telarañas. Los bancos que aún se mantenían en pie se habían podrido por la lluvia que se colaba por el techo agujereado por una de las bombas y se acumulaba en el cráter formando un pequeño lago verdoso. De entre las baldosas, crecían malas hierbas que nos llegaban hasta los tobillos. Ernest y yo éramos de los primeros que se habían atrevido a regresar veinte años después de que los libertarios, como el nuevo orden se hacía llamar, se hubieran llevado los cuerpos de las víctimas de la guerra y hubieran cubierto las estatuas con velos negros en señal de luto, un dolor que ellos mismos se habían encargado de crear y mantener. 
—¿Qué crees que dirían si pudieran hablar? —preguntó Ernest, mientras apuntaba a una de las estatuas con su linterna—. ¿Nos contarían cómo fue el bombardeo?
—Creo que no quiero saberlo —espeté, con desagrado. Quería marcharme de aquel lugar que me ponía el vello de punta cuanto antes. 

—No te pongas así, miedica. 
—¡Yo no tengo miedo! —exclamé. En realidad sí que lo tenía. Me temblaban las piernas y las manos y Ernest podía verlo claramente en el vaivén de la luz de mi linterna. 
Mi amigo dejó escapar un profundo suspiro. Él era demasiado valiente para mi gusto y yo demasiado cobarde para el suyo. El caso es que su inteligencia y carisma siempre conseguían superar a mi falta de actitud y, al final, acabábamos haciendo lo que él quería. 
Ernest me empujó por la espalda y ambos entramos al interior cubierto de escombros de la sacristía. Todos los objetos de valor habían sido saqueados y tan solo quedaba una mesa de madera y una cruz del mismo material. Allí hacía mucho más frío que el resto del edificio. 
—¿Has dicho algo? —me preguntó, mientras revisaba cada esquina de la habitación. 
Yo negué con la cabeza. También me había parecido escuchar un pequeño murmullo, pero quise restarle importancia. Sin embargo, cuando ambos escuchamos una voz femenina susurrar a la nuestras espaldas, nos volvimos, aterrados. Nuestras linternas apuntaron hacia los bancos y la luz se movió rápidamente siguiendo las trayectorias que trazaban nuestras manos por toda la planta principal en forma de cruz. Buscábamos desesperadamente a la dueña de aquella voz, pero allí tan solo estábamos nosotros. 
—Si es una broma no tiene gracia, Ernest —dije, rompiendo el silencio que nos envolvía. 
—Será mejor que nos vayamos. Se me han puesto los pelos de punta... 
—¿Ahora quién es un miedica? 
—¡Cállate y vámonos! Ya vendremos cuando sea de día. 
Obedecí sin rechistar. En verdad me sentía trementamente feliz de poder marcharme de una vez de aquel lugar oscuro, frío y húmedo.
Atravesamos rápidamente la planta principal, bordeamos el cráter y nos encaramamos al agujero por el que habíamos entrado. Una vez allí, volvimos a escuchar algo, esta vez algunas risas que reverberaron por las paredes desconchadas. Uno de los velos negros había caído al suelo y mostraba una estatua completamente desnuda, con un brazo roto y el rostro níveo cubierto por sangre seca y muy antigua. 
Ernest tiró de mi al ver que no me movía y ambos aterrizamos al otro lado del agujero, en el asfalto de la calle. Mi linterna se había quedado sin batería, pero ni siquiera me percaté. Seguía pensando en la voz y la estatua. 
—Lo has escuchado tan bien como yo, ¿verdad? —pregunté, pero no obtuve respuesta—. ¿Verdad?
—Cállate. No vuelvas a decir ni una sola palabra. ¡Ni una sola me has oído! 
Tenía los ojos clavados en la expresión asustada de Ernest. Jamás lo había visto así, casi al borde de las lágrimas. Yo había escuchado algo que se asemejaba a unas risas que incluso podían considerarse alegres, pero a Ernest le habían susurrado algo peor, algo que le había hecho estremecerse del horror y que no me confesó hasta años más tarde, cuando reunió el valor suficiente. Él había escuchado voces de advertencia, la bomba caer, los gritos y, después, el silencio de la muerte. 

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