jueves, 28 de mayo de 2020

Nefelibata

—Nefelibata. 
Dejé el libro a un lado y le dediqué una mirada inquisitiva. Gabriel y yo estábamos sentados en la alfombra de piel de toro del abuelo, leyendo cada uno nuestras respectivas lecturas. Hacía varios minutos que ninguno de los dos habíamos dicho una sola palabra, por eso su comentario me pilló completamente desubicada. 
—¿Cómo dices? 
—Lo que me ha dicho el abuelo. Me ha dicho que soy un imbécil que siempre está en las nubes y que así no podré hacer nada de provecho en la vida. 
Asentí. El abuelo había sido muy duro con él durante la comida. Era cierto que Gabriel era un chico que rara vez tenía los pies en la tierra y al que le gustaba fantasear con futuros que no estaban a nuestro alcance. De niño, incluso había llegado a tirarse por una ventana. Ya por aquel entonces, soñaba con poder volar. Por suerte, esa ventana era la del primer piso y solo se raspó un poco las rodillas. Después del incidente, nuestra madre le dio un azote y lo mandó a la cama, para que pensara en lo que había hecho. Mientras estábamos merendando unas galletas en la cocina, mi madre y yo lo escuchamos saltar de una cama a otra y después darse un golpe tremendo contra el suelo. La cicatriz  de la brecha que se hizo con la mesita de noche decoró para siempre su frente, pero eso no le hizo desistir en su idea de conquistar el cielo. 
—¡Pues se equivoca! —exclamó, saltando del sillón de orejas. Aterrizó a mi lado, de rodillas. Con su dedo señalaba una palabra en el diccionario que llevaba toda la tarde consultando—. Lee bien. ¡Nefelibata! 
Le arranqué el diccionario de las manos y lo coloqué sobre mis piernas dobladas. Busqué rápidamente la palabra por orden alfabético, pues la había perdido, y leí con detenimiento.
"Nefelibata. Dicho de una persona: que no se apercibe de la realidad". 
Desde luego, aquel término se ajustaba a la perfección a mi hermano. 
—Y a ti también te define —dijo, dando golpecitos con su dedo sobre la tinta negra de la hoja—. ¿O me dirás que tú no eres nefelibata? 
—¡Yo sé cuándo estoy soñando y cuándo algo puede ser realidad! —exclamé. Él ya me había dado la espalda y se había dirigido hacia la ventana del salón—. No soy tan tonta como tú. 
Gabriel se sentó en el alfeizar y me sonrió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa traviesa en los labios. Para él, ser un tonto no era ningún insulto, sino un halago, porque todos los que habían tenido un gran sueño habían sido tildados de estúpidos y locos alguna vez en su vida. 
—Te compadezco. No hay nada más triste que una persona que está anclada y no puede soñar. 
—Pero sí que puedo soñar —repliqué. 
Sin embargo, con el tiempo, fue más que evidente que comparada con él, sí que estaba anclada. Mientras él fantaseaba, yo logré terminar mis estudios y conseguí un trabajo. En todo aquel tiempo, Gabriel se negaba a enfrentarse a la realidad y a crecer. Los sueños de mi hermano iban más allá de lo que nuestra familia y yo misma podíamos comprender. Saltar desde una ventana o de una cama a otra simplemente fue el principio de nuestros quebraderos de cabeza. 
Si algo tienen en común los soñadores como Gabriel, es que ninguno de ellos vive demasiado y mi hermano no fue una excepción. Era muy joven cuando se marchó por culpa de un terrible accidente, pero yo estoy segura que aún entonces seguía soñando y que seguiría haciéndolo allí donde estuviese. Su pérdida me hacía sentirme triste, pero en el fondo, cada vez que miraba las estrellas y le recordaba, queriendo siempre volar tan cerca de ellas, sabía que mi hermano nunca habría sido feliz viviendo anclado al mundo real. Porque él, no era un iluso, no era estúpido ni estaba loco. Simplemente era nefelibata. 

sábado, 23 de mayo de 2020

Piruleta

Rebusco en mis bolsillos. Siempre llevo una piruleta encima por si las moscas. El dueño de la tienda de chucherías de la esquina me trata como una niña grande cada vez que compro un buen puñado. No puedo hacer más que dedicarle mi mejor sonrisa fingida y salir a paso apresurado. No soy capaz de aguantar demasiado tiempo el asco que me produce su forma de tratarme. Sacudo la cabeza. Ahora eso no es importante. Con cuidado, dejo la pequeña golosina sobre la mesita de cristal. Me gusta dejar firmadas mis obras de arte. Que sepan que he sido yo. 
Le doy la espalda a la ventana por la que se cuelan las luces nocturnas de la ciudad y respiro hondo, saboreando el momento. Soy consciente de que tengo que marcharme, pero el momento posterior a hacer algo prohibido y peligroso es excitante y me gusta alargarlo todo lo posible para disfrutarlo. Sin embargo, no puedo arriesgarme a que la policía llegue antes de que me haya ido. Estoy segura de que loa vecinos han escuchado los gritos y los cristales rotos. Ya sospechan algo. No puedo confiar en que no denunciarán el alboroto. Son las cuatro de la madrugada, debo haberlos despertado a todos. 
Recojo mis tacones de aguja del suelo y los guardo en mi amplio bolso, justo en el lugar donde antes estuvieron las zapatillas de deporte que ahora llevo puestas. Me coloco minuciosamente el abrigo gris y me aseguro de no dejar una sola prueba contra mí en el apartamento. No me he quitado los guantes durante toda la noche. A estos pirados les encantan. Les ponen. Y eso me facilita las cosas. Le echo un último vistazo al cuerpo, completamente desnudo, peludo y obeso. Tiene una puñalada en el pecho, sangre en la nariz y en la parte posterior del cráneo. No es de los peores escenarios de un crimen, pero tampoco de los mejores. Alguna vez he tenido que mancharme demasiado de sangre, aunque en realidad nunca me ha importado.
Recuerdo perfectamente la primera vez, el primer hombre horrible de mi vida y el que empezó todo esto. Era alto y fuerte, atlético, y tenía las manos demasiado largas. Aquel hombre, era amigo de mi padre y yo tenía doce años la primera vez que abusó de mí en uno de los cuartos de invitados, mientras mis padres charlaban y reían con su mujer en el gran salón de nuestra casa. Me convenció de que no debía decir ni una palabra de lo que había ocurrido, que tan solo era un juego privado entre nosotros y que si me portaba bien, cada vez que pasara me daría una piruleta, como hacía con los niños de su consulta después de auscultarlos. 
Aguanté esa tortura durante años por vergüenza y miedo, oculté mi sufrimiento todo lo bien que pude durante mucho tiempo, pero al cumplir los dieciocho años decidí que debía poner punto y final a aquel asunto. Por aquel entonces, ya había conocido a mi primera pareja y no podía la presión que suponía un secreto tan grande, un secreto que había hundido mi vida poco a poco.
Fui hasta su consulta, decidida a hacer cualquier cosa por apartarlo de mí. Le amenacé y le insulté. Le dio miedo mi determinación. Si yo hablaba, le hundiría la vida, perdería su trabajo como pediatra y también a su familia. Un castigo bien merecido, sin duda.
Se volvió loco. Me cogió por los brazos y me zarandeó, insultándome en voz baja para que nadie fuera de la consulta pudiera escucharlo. Yo traté de liberarme, pero él era mucho más fuerte. Él tenía el poder y yo solo era una pequeña marioneta obediente. Siempre había sido así. Forcejeamos y conseguí escapar. Eso le hizo enfurecer. Volvió a alcanzarme, pero esta vez no se anduvo con tonterías. Me agarró del cuello con tanta fuerza que creí que me lo partiría y me cortó la respiración. Tengo que reconocer que pensé que me mataría. Tuve mucha suerte. Seguí luchando por mantenerme con vida golpeándole y empujándole como podía con mi cuerpo. En uno de aquellos empujones perdió el equilibrio, me soltó y cayó de espaldas hacia el suelo, golpeándose en la nuca con la mesa cuadrada de su consulta. El lapicero en el que guardaba sus piruletas cayó junto a él y las golosinas se repartieron sobre su cuerpo y sobre el suelo. Aún me parece casi poético aquel detalle. Sin saberlo, acababa de firmar mi primer y accidental crimen.
Se oyeron unos golpes tímidos en la puerta de la consulta. Había pacientes esperando. Si abrían la puerta me cogerían, así que no me lo pensé dos veces antes de salir del edificio por la ventana. Nadie sabía que yo estaba ahí y nunca lo sabría. Por suerte, no había cámaras grabando.
Tras aquel incidente, creí que todo habría acabado y sin embargo, no había hecho más que empezar. Mi pareja, tan dulce al principio, acabó por chantajearme para mantener relaciones con él a diario, quisiera o no. Con él fue más fácil. Simplemente se marchó cuando descubrió que yo no era lo que él deseaba. Eso le salvó la vida. 
Después llegaron muchos más, de muchos tipos, con muchas máscaras perfectas. Fueron capaces de contarme cosas terribles mientras tomábamos unas copas. Es increíble lo que se desata una lengua con la cantidad de alcohol adecuada y un par de engaños. Cuando finges que eres una mujer sin escrúpulos, aquellos seres sin alma alardean de sus relaciones con menores, con hijas de amigos, con alumnas, con sobrinas, e incluso con hijas. A cada uno de ellos, les dejé una piruleta junto a sus cuerpos antes de marcharme de los hoteles y apartamentos a los que me llevaban. 
Con el tiempo, me había ganado una reputación en el mundo de los asesinos en serie. Yo era el asesino de la piruleta, un nombre ridículo pero bien merecido. La gente ya empezaba a temerme, pero yo no era peligrosa. Solo era peligrosa para los hombres que, como el amigo de mi padre, como el hombre que yace a mis pies en el apartamento, han hecho daño a niñas inocentes como lo era yo. 
Me aseguro de que no hay nadie en el pasillo antes de salir. Hace frío en la calle iluminada por una farola medio fundida, pero pedir un taxi no es demasiado inteligente, así que me aventuro entre los callejones, donde la policía no puede encontrarme e interrogarme. Una mujer sola, a las cuatro de la madrugada no es algo muy común y no puedo dejar que me reconozcan como posible sospechosa.
Me alejo lo suficiente como para poder fumarme un cigarrillo tranquilamente mientras observo las luces azules llegar. Es un espectáculo divino que me eriza todo el vello de la espalda. Ellos no lo saben, pero están observando la escena del crimen de un pederasta, de una persona que había acabado con el futuro de muchos niños, porque aquel malnacido no discriminaba entre niños y niñas. 
Acabo el cigarro rápido, pero no tiro la colilla sino que la llevo conmigo hasta mi propio barrio, donde ya no pueden relacionarme con el asesinato. 
La ducha de aquella noche, después de quitarme la peluca y el maquillaje me sabe a gloria. Tengo pensado dormir hasta bien entrado el día. Es domingo y me merezco un descanso. He hecho justicia, quizás no como debería hacerse, pero sí de la única manera que conozco. No tengo remordimientos. He hecho lo que tenía que hacer. 

martes, 19 de mayo de 2020

Veneno

Desde pequeña me habían instruido en el arte de las plantas curativas, las pociones y los polvos, los emplastos, los puntos de sutura, el agua y el fuego. Desde que llegué al mundo, mi madre había intuido que tenía un don especial para sanar a los heridos y cuidar de los enfermos, por eso se había esmerado en enseñarme todo lo que ella y el resto de mi familia conocía tan bien. Nosotros éramos los curanderos del pueblo. Todos y cada uno de nuestros vecinos acudían a nuestra casa a pedirnos algún que otro tónico para el dolor de muelas, plantas y extractos para calmar a los niños por las noche, algún remedio para la infertilidad e incluso nos preguntaban si podíamos sanar los huesos de los animales o aumentar la cantidad de leche que era capaz de producir una vaca. 
No puedo quejarme de mi infancia. Fue muy feliz. Tenía una familia que me quería y nuestros vecinos eran amables con nosotros, al menos hasta que llegaron las cazas de brujas. Por aquel entonces yo ya tenía quince años y me había convertido en una muchacha atractiva, más incluso de lo que me hubiera gustado, porque si la fealdad hubiera estado presente en mi rostro, quizás aquel hombre de la realeza jamás se habría fijado en mí y yo podría haber seguido siendo libre. 
Austin se presentó en casa a mediados de noviembre. No llevaba escolta. Tan solo uno de sus sirvientes de confianza lo acompañaba para encargarse de todas sus necesidades. El hombre sabía que allí estaría a salvo. Mi familia era conocida por ser altruista y pacífica. Pocas veces habíamos cobrado de más por nuestras medicinas o habíamos empezado alguna riña con los vecinos. Creo que mi padre jamás le habría levantado la mano a nadie de no ser absolutamente necesario. 
—Seré breve —dijo, después de presentarse. Ni siquiera recuerdo todos los títulos que enumeró, porque eran demasiados—. He oído que en esta casa se practica magia negra. Dicen por ahí que sois capaces de curar los huesos y los dientes con malas artes, que maldecís a cualquier hombre honrado que os inoportune gracias a la ayuda del maligno. 
Conforme Austin hablaba, veía encenderse las mejillas de mis padres. Estaban rojos de ira, no de vergüenza. Ninguno de nosotros podía entender qué habíamos hecho para que aquel hombre viniese hasta nuestra casa a insultarnos. No éramos malvados y aún menos tratábamos con el demonio. ¡Dios nos libre!
—¿Cómo se le ocurre...? 
Austin alzó su obesa mano para callar a mi padre. En sus dedos brillaban al menos siete anillos. 
—Sabréis que están dando la orden de quemar a todas las brujas de la región. Yo he venido a ofrecer mi protección por un pequeño precio. 
Mi madre me cogió por los brazos y me apretó contra su pecho. Siempre he sospechado que ella intuía lo que aquel hombre despreciable estaba a punto de pedirles a cambio, quizás porque no apartaba sus ojos azules de mí hasta que no terminaba cada frase. Entonces, los dirigía hacia mi padre, para observar su expresión consternada. 
—Si vuestra hija fuera mi curandera personal, yo podría garantizar que esta casa está libre de brujas. ¿Por qué iba a tener a alguien de la familia trabajando para mí si estuviera relacionada con el demonio? 
Jamás vi más enfadado a mi padre. Si mi madre no lo hubiera detenido, sé que habría sido capaz de abofetear a Austin. Mi madre hizo bien. Esa falta de respeto, nos habría costado la vida. 
La conversación siguiente fue larga y densa. Mis padres no querían que me marchara con aquel hombre, querían que nos dejaran en paz y poder seguir viviendo como lo habíamos hecho hasta entonces, con nuestros conocimientos sobre plantas curativas y los animales domésticos, pero todos sabíamos que una vez nos señalaran como brujas nuestra vida se hundiría para siempre. 
No me fue difícil decidir. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por el bien de mi familia, por salvarlos de morir quemados vivos en la hoguera. Austin se frotó las manos al oír mi elección y, aunque mis padres trataron de detenerme, aceptaron que quisiera protegerles. Con cautela, mi madre pidió que nos dejaran un momento a solas para despedirnos y, entonces, me entregó mi posesión más valiosa. Se trataba de una pequeña joya, un anillo de oro con un labrado delicado y con una piedra verde semipreciosa engastada. Me pidió que lo guardara para siempre y que si, en cualquier momento lo necesitaba, lo utilizara. La piedra estaba hueca por dentro y, apretando un pequeño botón que podía accionarse fácilmente con el pulgar, se abría para mostrar un pequeño compartimento en el que perfectamente cabían cinco o seis gotas de alguna solución. 
Mi madre me abrazó y me besó, consciente de que podía ser la última vez que lo hacía. Mi padre se despidió de mí de la misma manera, bajo los ojos fríos de Austin. 
El primer viaje en su carruaje fue terrible, repleto de miradas sucias y palabras aún peores, pero nada comparado con los años que viví en su palacio. Su mujer y todo el servicio me miraban con recelo. Yo era una muchacha joven, de un pueblo humilde, que jamás había conocido los lujos de la realeza ni tampoco sus costumbres. Todo era nuevo para mí. Me sumergí de golpe en un mundo que jamás querría haber descubierto. En comparación con el resto del servicio, yo era tosca y torpe, no sabía modales y me costaba comportarme. Nadie me había enseñado que debía ser dulce, sumisa y callada. Tampoco estaba dispuesta a hacerlo. 
Para apartarme de la vista de su esposa, Austin, como él quería que lo llamara, me proporcionó una pequeña habitación donde yo elaboraría las curas que él necesitaba para los caballos y el servicio y también algunos polvos que conseguirían que su mujer, por fin, pudiera concebir un hijo. El matrimonio trataba por cualquier medio de conseguir un heredero, pero la salud de Mónica era frágil como el cristal. No estoy segura de si fueron mis remedios los que consiguieron que la mujer quedara embarazada, lo único que sé es que, tras su muerte y la muerte del niño durante el parto, Austin se dedicó a insultarme y a agredirme, acusándome de haber sido la causante de su desgracia. Durante meses me sentí amenazada. Yo no había tenido la culpa de sus muertes. Eran ellos los que habían forzado aquella situación. 
Harta de los malos tratos de Austin, me encerré en mi pequeño laboratorio durante días. El temperamento del hombre no hacía más que empeorar, otras mujeres del servicio habían sufrido sus arrebatos de ira y lloraban cuando nadie podía verlas. Yo las escuchaba desde mi pequeño santuario cuando bajaban un par de escaleras para desahogarse durante algunos minutos. 
Me miré los brazos amoratados. Las huellas de sus dedos estaban ahí, recordándome que era un hombre despreciable. Prefería no mirarme la cara. En su último arrebato me había partido el labio y me dolía la mandíbula. Yo había sido el objeto principal de su ira, pero no volvería a serlo. Nunca antes había pensado en usar el anillo que me regaló mi madre, hasta entonces. Tomé con decisión algunas de las plantas que empleaba para hacer remedios y con ellas elaboré un sutil veneno. La diferencia entre la medicina y el veneno radica en su dosis. Es algo que había aprendido desde pequeña. Con cuidado, vertí algunas gotas de color pardo en el pequeño compartimento de mi anillo y me aseguré de cerrarlo bien hasta que llegara mi oportunidad. 
Austin solía tomar un buen vaso de té de hierbas por las tardes, tras su siesta, así que me aseguré de estar en las cocinas buscando algo de comer para entonces. Cuando la cocinera estuvo de espaldas a mí, me acerqué hasta la taza y abrí el compartimento con el pulgar. No me tembló el pulso. Rápidamente vacié el contenido, que cayó gota a gota al té, y me marché hacia la despensa. Cuando me vio, la cocinera ni siquiera me saludó, sino que levantó la cabeza con orgullo y me pasó, como hacía siempre. Aquella vez me dolió menos. Prefería ser invisible. Otra sirvienta se llevó poco después la taza, mientras yo devoraba un pedazo de pan. Me había asegurado de retirar cualquier resto de veneno que pudiera tener en las manos. 
Repetí aquella operación durante meses, en los que la salud de Austin fue menguando poco a poco mientras le daba mil remedios que no tendrían éxito. El hombre murió sin sufrir demasiado, mientras dormía. Sus médicos no pudieron encontrar ni un solo resto del veneno ni ninguna planta en mi laboratorio por la que pudieran acusarme. Me aseguraba de destruir a diario los restos que pudieran quedar del veneno. 
Al no tener un solo hijo, los sobrinos de Austin heredaron la casa y toda su fortuna. Ambos decidieron rápidamente que no necesitaban mis servicios, pues no había sido capaz de mantener a su tío con vida y había propiciado la muerte de su tía. A pesar de todo, parecían contentos con mi incompetencia. Gracias a mí, eran aún más ricos. Quizás por eso me dieron dinero de sobra como para poder vivir cómodamente, algunos vestidos viejos de la difunta, que yo me encargué de transformar en prendas mucho más cómodas y hermosas, y me facilitaron un carruaje que me llevó de vuelta a casa. 
No soy capaz de describir la cara de felicidad de mis padres al verme volver sana y salva a nuestro hogar. Mi madre me besó y miró el anillo. Yo asentí con la cabeza. No necesitamos decir nada más. Teníamos mucho tiempo que recuperar. 

sábado, 16 de mayo de 2020

Gordofobia

Es duro que te etiqueten para siempre como la gordaLa gorda del grupo, la gorda de la clase, la gorda de extraescolares... en general la gorda que debería dejar de serlo. Gorda no es un simple adjetivo, es una etiqueta que te perseguirá para siempre. Aunque bajes de peso, aunque te esfuerces por verte mejor delante del espejo estará ahí, esperando, agazapada, para recordarte que no vales demasiado para el resto del mundo, porque eso es lo que siempre te han hecho creer. Gorda no es una palabra cualquiera, son años y años de presión, de insultos, de miedos, de ansias de cambiar, de miradas de soslayo cuando pides una hamburguesa en cualquier local de comida rápida. Te juzgan. Tú eres la que nunca va a estar satisfecha con una cheeseburguer, si no la que probablemente se levantará para pedir un refresco grande y doble ración de patatas fritas. Eso está mal, porque estás gorda. Podrías ser tan solo  una chica independiente que disfruta de la comida, pero eres la gorda y esa losa que ha estado siempre sobre ti, pesa, no te deja vivir como a los demás. Te percatas de sus miradas, de sus risas y comes, pero no disfrutas, simplemente lo haces de forma automática, porque parece que te hace sentirte algo mejor. Tan solo sacias esa ansiedad que te atormenta. 
El espejo se burla, las redes sociales, repletas de cuerpos perfectos, se burlan. ¿Para qué vas a subir una foto si se supone que estás haciendo apología a la obesidad? ¿Para qué vas a demostrar que estás feliz con tu cuerpo si van recriminarte que no eres una persona sana? Nadie cuestiona el colesterol, la tensión o la diabetes de una persona delgada, nadie cuestiona sus rutinas de deporte, nadie se preocupa por la supuesta normalidad, pero sí cuestiona tu forma de vida porque la forma de tu cuerpo no les parece adecuada.
—¿No comes, tía? 
Parpadeó un par de veces. Otra vez vuelvo a darle vueltas al mismo pensamiento obsesivo. Ya no soy la misma persona de siempre. He cambiado, aunque tan solo por fuera. He perdido esa forma que tanto me hacía sufrir, ya no me miran, ahora soy una persona más del montón, una persona dentro de su peso. 
—No tengo mucha hambre hoy. 
—Pues deberías comer, te estás quedando demasiado delgada. 
Suspiro y le doy un bocado a mi hamburguesa. Vivimos en el mundo de la perfección, pero nadie es perfecto, todo el mundo es demasiado algo, demasiado alto, demasiado feo, demasiado prepotente, demasiado astuto, demasiado tonto, demasiado gordo. 
Somos demasiado y eso nos hace insuficientes en el mundo de la apariencia frágil y perfecta. 

Susurros

Hacía años que nadie entraba a aquella ruinosa catedral. Desde que la ciudad entera colapsara, todo había acabado hecho pedazos. Décadas atrás, la revueltas de los nuevos veinte habían acabado con el orden establecido, los insurrectos habían derrocado al gobierno después de años en los que se había vertido demasiada sangre de ambos bandos y ciudades enteras habían ardido hasta los cimientos, hasta convertirse en cenizas. Por suerte, la ciudad de mis padres, Oriall, prefirió rendirse y que sus habitantes sobrevivieran a enfrentarse a un nuevo ataque. La población no habría resistido otro bombardeo más, tampoco se lo merecía. Por aquel entonces, en Oriall tan solo vivían civiles muy pobres, principalmente niños refugiados de otras zonas arrasadas del país.
—Da miedo, ¿eh?
Asentí lentamente con la cabeza. La catedral, cargada de decoraciones florales y estatuas, estaba llena de polvo y telarañas. Los bancos que aún se mantenían en pie se habían podrido por la lluvia que se colaba por el techo agujereado por una de las bombas y se acumulaba en el cráter formando un pequeño lago verdoso. De entre las baldosas, crecían malas hierbas que nos llegaban hasta los tobillos. Ernest y yo éramos de los primeros que se habían atrevido a regresar veinte años después de que los libertarios, como el nuevo orden se hacía llamar, se hubieran llevado los cuerpos de las víctimas de la guerra y hubieran cubierto las estatuas con velos negros en señal de luto, un dolor que ellos mismos se habían encargado de crear y mantener. 
—¿Qué crees que dirían si pudieran hablar? —preguntó Ernest, mientras apuntaba a una de las estatuas con su linterna—. ¿Nos contarían cómo fue el bombardeo?
—Creo que no quiero saberlo —espeté, con desagrado. Quería marcharme de aquel lugar que me ponía el vello de punta cuanto antes. 

—No te pongas así, miedica. 
—¡Yo no tengo miedo! —exclamé. En realidad sí que lo tenía. Me temblaban las piernas y las manos y Ernest podía verlo claramente en el vaivén de la luz de mi linterna. 
Mi amigo dejó escapar un profundo suspiro. Él era demasiado valiente para mi gusto y yo demasiado cobarde para el suyo. El caso es que su inteligencia y carisma siempre conseguían superar a mi falta de actitud y, al final, acabábamos haciendo lo que él quería. 
Ernest me empujó por la espalda y ambos entramos al interior cubierto de escombros de la sacristía. Todos los objetos de valor habían sido saqueados y tan solo quedaba una mesa de madera y una cruz del mismo material. Allí hacía mucho más frío que el resto del edificio. 
—¿Has dicho algo? —me preguntó, mientras revisaba cada esquina de la habitación. 
Yo negué con la cabeza. También me había parecido escuchar un pequeño murmullo, pero quise restarle importancia. Sin embargo, cuando ambos escuchamos una voz femenina susurrar a la nuestras espaldas, nos volvimos, aterrados. Nuestras linternas apuntaron hacia los bancos y la luz se movió rápidamente siguiendo las trayectorias que trazaban nuestras manos por toda la planta principal en forma de cruz. Buscábamos desesperadamente a la dueña de aquella voz, pero allí tan solo estábamos nosotros. 
—Si es una broma no tiene gracia, Ernest —dije, rompiendo el silencio que nos envolvía. 
—Será mejor que nos vayamos. Se me han puesto los pelos de punta... 
—¿Ahora quién es un miedica? 
—¡Cállate y vámonos! Ya vendremos cuando sea de día. 
Obedecí sin rechistar. En verdad me sentía trementamente feliz de poder marcharme de una vez de aquel lugar oscuro, frío y húmedo.
Atravesamos rápidamente la planta principal, bordeamos el cráter y nos encaramamos al agujero por el que habíamos entrado. Una vez allí, volvimos a escuchar algo, esta vez algunas risas que reverberaron por las paredes desconchadas. Uno de los velos negros había caído al suelo y mostraba una estatua completamente desnuda, con un brazo roto y el rostro níveo cubierto por sangre seca y muy antigua. 
Ernest tiró de mi al ver que no me movía y ambos aterrizamos al otro lado del agujero, en el asfalto de la calle. Mi linterna se había quedado sin batería, pero ni siquiera me percaté. Seguía pensando en la voz y la estatua. 
—Lo has escuchado tan bien como yo, ¿verdad? —pregunté, pero no obtuve respuesta—. ¿Verdad?
—Cállate. No vuelvas a decir ni una sola palabra. ¡Ni una sola me has oído! 
Tenía los ojos clavados en la expresión asustada de Ernest. Jamás lo había visto así, casi al borde de las lágrimas. Yo había escuchado algo que se asemejaba a unas risas que incluso podían considerarse alegres, pero a Ernest le habían susurrado algo peor, algo que le había hecho estremecerse del horror y que no me confesó hasta años más tarde, cuando reunió el valor suficiente. Él había escuchado voces de advertencia, la bomba caer, los gritos y, después, el silencio de la muerte. 

lunes, 11 de mayo de 2020

Futuro

Charlotte se vio obligada a salir a la azotea. La conexión la había agobiado más que de costumbre. Sus amigos no la entendían, nadie la entendía en aquella ciudad, ni siquiera los hombres y mujeres de las galerías subterráneas, donde solía ir a pasar el rato a menudo. Ella necesitaba algo más que cables, programas, consolas y datos, necesitaba algo que no sabía si existía dentro de aquella cúpula de metacrilato que rodeaba su ciudad, su hogar. Allí, en Ranix, habitaban millones de personas, recluidas en sus habitaciones minúsculas, conectadas a cada minuto en el torrente de datos que fluía por las fachadas, los cimientos y las galerías. Pocos, como Charlotte, salían al exterior iluminado por los neones. Pocos seguían conservando los ojos o incluso las piernas. Ya no los necesitaban. La conciencia era más que suficiente para ellos. Mientras pudieran seguir conectados, seguirían viviendo en su propia realidad, en sus cascarones hechos de datos. 

La muchacha se dejó caer poco a poco sobre la barandilla de metal. Había ahorrado mucho para ir renovando lentamente su cuerpo por prótesis de acero inoxidable. Un cuerpo humano no duraba demasiado tiempo, tal vez noventa o cien años como mucho, y uno de metal de calidad costaba demasiado como para poder permitírselo en un solo pago. La inmortalidad en un cuerpo perfecto era un lujo que muy pocos podían permitirse.
—¿Qué ha pasado ahora? 
Charlotte se volvió para recibir a Travis con una amplia sonrisa plateada. Las placas de su rostro soltaron un ligero chirrido al moverse. Debía engrasarlas antes de dormir, pero pocas veces encontraba el momento para hacerlo. 
—Me ha dado un poco de ansiedad estar ahí dentro, eso es todo. 
El hombre, aún de carne y hueso, se acercó a ella y sacó una caja de cigarros. Se jactaba de haber robado un cargamento entero hacía años, antes de llegar a la ciudad y no volver al exterior nunca más. En Ranix todo era artificial, pero no se vivía mal siempre que se cumplieran una serie de normas. Entre ellas estaba no involucrarse en la política. 
—¿Quieres uno?
Charlotte negó con la cabeza. Sus pulmones aún no habían sido sustituidos y estaban débiles. Hacía años que no hacía ejercicio. 
—Vas a matarte. 
—Qué emocionante. ¿No crees? 
—Emocionante es saber qué nos deparará el futuro, Travis, no morir por haber fumado esa mierda. 
—Esta mierda, como tú dices, me da la vida y me quita el estrés. Toma —dijo, ofreciéndole uno ya encendido. Ella lo aceptó poco convencida. Aún así le dio una calada—, te vendrá bien. Aún tienes un cerebro humano. ¿Es lo último que reemplazarás no? 
La muchacha asintió. Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a ese paso. Había escuchado historias sobre lo que ocurría cuando se reemplazaba un órgano tan importante, como que ciertos recuerdos se perdían para siempre, que incluso se alteraba el ánimo o el carácter. Algunos, habían dejado de ser ellos mismos después de la intervención. 
—Aún no estoy segura —murmuró, abstraída. Los neones azules iluminaban su rostro de metal—. Hay una parte de mí que se niega a ser del todo... 
—¿Una máquina? —preguntó Travis, con una sonrisa—. Lo pensé el día en el que te conocí. Pensé que dentro de todos esos circuitos y esas placas, aún latía un alma humana. Lo creas o no, en Ranix no hay muchas. 
—Qué tontería. Hay millones de conciencias en Ranix y todas humanas. 
El hombre volvió a dedicarle una sonrisa. Con un ligero gesto, apagó el cigarro sobre la barandilla y lo lanzó a la calle, a decenas de metros bajo sus pies. 
—No todas las conciencias albergan humanidad, Charlotte. No lo olvides nunca. 


sábado, 9 de mayo de 2020

Abismo

¿Y si lo que siempre hubiera querido hubiera sido saltar? ¿Sentir la libertad de este vuelo? Mis pies no tocan el suelo, se encuentran lejos del asfalto artificial, del césped húmedo o la tierra baldía, lejos de la roca fría como la conciencia del hombre, lejos de la realidad. 
Salto a los brazos del misterio, de la incertidumbre, el miedo... miedo a encontrar qué aguarda al final de la garganta helada, miedo a que el final sea peor que el trayecto. 
Los astros son los únicos testigos de mi último paso, el que me hace despegar, volar más alto de lo que jamás habría esperado, y es que caer, tal vez, también es volar, volar mientras te arropan los recuerdos de una vida rota, de un hogar muerto y unos rostros casi olvidados. No se puede llorar por un sentimiento apagado desde hace tantos años, por lo perdido o lo amado, no cuando has llorado tanto. 
Quizás nunca más se vuelva a saber de mí, pero ¿importa acaso?